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Me la recomendó una buena amiga, aunque también era un aliciente que fuera sólo una temporada de seis capítulos cortos (treinta minutos cada uno muy bien aprovechados). El caso es que The Chair, traducida como La directora, es una buena e interesante serie de comedia dramática con la que te ríes bastante. El humor, tan agradable a veces -tan escéptico o cínico otras, tan no quiero mirarlo de frente–, es sólo una forma de presentar todo un panorama.

Suavemente demócrata (progre para entendernos) como otras producciones de Netflix —en ésta se nota especialmente—, resulta bastante sincera en el desconcierto que muestra. Que puntualmente lenguaje y algunas anécdotas sean soeces queda en segundo plano ante las posibilidades que sugiere tras la perplejidad ante el delirio al que puede llegarse.

La historia trata de una mujer de origen coreano, Ji-Yoon Kim, de 47 años, a la que nombran directora del departamento de Literatura Inglesa de Pembroke, una ficticia universidad de Estados Unidos. Es la primera mujer y no blanca que lo dirige y tiene ante sí varios retos tanto en lo personal como en lo profesional.

Para empezar, la protagonista está divorciada y es madre adoptiva de una niña de origen mexicano, Yu-Yu. Tiene la ayuda del abuelo, el padre de Kim, un hombre, resumiendo, tradicional, como lo es la comunidad coreana. Este entorno doméstico presenta diversos frentes. El que parece más evidente es el de la conciliación de familia y trabajo. El otro, de mayor calado -tras el melting pot y más hay un mar de fondo- es ese «quién soy yo» de Yu-yu, su búsqueda de una figura paterna, la necesidad de que le hagan caso (quieran), el dar vueltas a las raíces, la conexión con los antepasados y los muertos, etc.  Es muy significativo que todo esto se muestre en The Chair en paralelo a la trama universitaria.

En el ámbito profesional las cosas no son más fáciles para Kim. El decano le avisa que en las asignaturas que su departamento imparte hay cada vez menos alumnos, que las evaluaciones que éstos hagan de los profesores son fundamentales y que hay que recortar gastos y, en consecuencia, personal. Pero, además, la directora tiene que resolver los problemas de una docena de profesores de tres tipos: viejas glorias, de edad mediana y jóvenes promesas que son dibujados del siguiente modo.

Viejas glorias: profesores cercanos a los 60 años que siguen dando las clases como hace tres décadas y que no pretenden ser populares. Resultan hasta entrañables en sus manías, pero ajenos a lo que los alumnos quieren, que es lo que ofrecen, precisamente, las jóvenes promesas: entre una asignatura llamada «Sexo y novela» y otra «Literatura americana 1850-1918» queda claro cuál va a tener matriculaciones.

Sumemos a esto la diversidad racial de las jóvenes profesoras y el auge de los estudios étnicos y feministas en literatura, todo en línea con el despertar, esa parafernalia woke del campus medio estadounidense, especialmente si se trata de una universidad prestigiosa y cara. Añade el fichaje de un actor como profesor, un gol que pretenden marcarle a Kim.

Por último, pero no en importancia, entre los de edad mediana está Bill Dobson, viudo reciente, previo director, querido por los alumnos, cúmulo de clichés de cierto tipo de profesor universitario, y sí, acaba cayéndote hasta simpático.

«La verdad son palabras mayores», declara poniéndose al margen la estudiante responsable del Título IX y el Canal Ético de Denuncias de la universidad en un determinado momento de la serie. Esta afirmación podría ser una de las claves de lo que sucede: la renuncia a la verdad, su escamoteo a través de cuestiones formales procedimentales absolutamente delirantes.

También cabe una interpretación girardiana: el fenómeno de la reclamación justiciera en el campus y en el aula por los males infligidos en el pasado (a las mujeres, a los no blancos, etc.) que busca un chivo expiatorio al que lapida y expulsa, o sea, cancela. Por debajo de todo esto respira el quién soy yo de Yu-yu y si soy amada, alineado también con ese otro quién soy yo reivindicativo colectivo de las identidades sexuales, raciales, etc.

Desde otro punto de vista más superficial, The Chair muestra los excesos en los que fácilmente cae el stakeholder management, ese mantra que considera que una organización debe regirse de acuerdo a lo que las diferentes partes interesadas demandan y donde el parecer a dichas partes (aparecer también, el puesto en el ranking, la reputación «gestionada») es más importante que el ser, una trampa saducea que se suele salir de madre: se acaba atendiendo de modo prioritario al que grita más fuerte y, a la vez, oh sorpresa, al vil metal.

Aunque el para qué estamos aquí y qué sentido tiene la enseñanza universitaria, en concreto de la literatura, se plantea y ventila al inicio de la serie con un rápido «que los alumnos adquieran sentido crítico», lo que al final se muestra es justamente lo contario: el mainstream es el que gana.