El pasado 23 de octubre hizo cuarenta y cinco años años del estreno en Reino Unido de la película Muerte en el Nilo, dirigida por John Guillermin y con Peter Ustinov haciendo del famosísimo Hércules Poirot, el mejor detective del mundo en consideración de muchos.
Y yo, que me saben sentimental y nostálgico de manual, recuerdo vidas no vividas, pero sí leídas y sentidas, descendiendo el Nilo en elegantes cruceros, visitando viejos templos repletos de estatuas, solemnizando a grandes faraones o a dioses chacales y cocodrilos antropomorfizados, sufriendo de ardides, triquiñuelas y engaños que ocultaban crímenes; y todo ello, vistiendo bien, pañuelo al cuello, ropajes claros y un sombrero Salacot en la testa como única protección del picante sol de Egipto a donde ahora, en los tiempos que corren —menos civilizados, claro— es casi imposible viajar, tristemente.
Pero, en fin, como siempre, el cine y la literatura viene a rescatarnos, y ahora que se cumplen cuatro décadas y media de aquel estreno, aún nos quedan esas viejas historias escritas o grabadas —y las nuevas, como la de hace unos años dirigida y protagonizada por Kenneth Branagh, también— que en la pantalla siempre fueron un banquete de grandes nombres en el reparto. Sin ir más lejos, en aquella del 78, acompañaban en el cartel al inteligente Ustinov un David Niven en el papel del Coronel Race; Bette Davis como la vieja aristócrata Van Schuyler; una jovencísima Maggie Smith como Miss Bowers, señorita de compañía de la otoñal Van Schuyler; Mia Farrow como la mala de la película; la guapísima Jane Birkin o un fantástico George Kennedy, de quien siempre me da mucho gusto hablar, en el rol de Andrew Pennington —qué estupendo nombre para el personaje— como abogado y administrador del patrimonio de la rica Liannet Ridgeway, encarnada por Lois Chiles, la mujer más rica de Inglaterra y víctima en esta historia.
También nos quedan, sólo faltaría, las diferentes ediciones de la novela, a la que uno tiene que regresar con carácter estacional, de verano en verano, porque es, ante todo, lectura ligera y de picnic. Las ediciones son muy variadas y hace ya algún tiempo escribí en La Iberia un artículo a propósito de Poirot y sus diferentes encarnaciones y ediciones, donde les confiaba mi secreto que ahora les repito: yo disfruto de la vieja colección Selecciones de Biblioteca Oro, de la editorial Molino, que tiene el tamaño ideal para bolsillo o bolsa de playa, páginas un poco acartonadas, amarillentas y un olor a casa vieja, que no de viejo, que facilita al aventurero de cheslón la teletransportación a lugares lejanos. En esa colección la aventura en el país de los faraones se tituló Poirot en Egipto y tuvo dos versiones, una del 58 con la portada clásica que ilustraba en un dibujo muy de la época un revólver y un sarcófago; y otra del 93, conmemorativa de los quince años del estreno de la película en torno a la que orbitan estas palabras, con Peter Ustinov —Salacot en la cabeza y pipa en mano— sobre fondo de la esfinge de Giza, quien junto a sus inseparables Astérix, Panorámix e Ideafix, también tuvo su aventura entre cocodrilos sagrados, arquitectos, Julio César y Cleopatra.
Ahora tienen en el cine, aunque le deben quedar pocas semanas de vida, la tercera de esa trilogía de Poirot según Branagh que les adelantaba líneas arriba; Misterio en Venecia se titula. Confieso que a fecha de escrito aún no la he visto, mea culpa. pero a fecha de publicación probablemente ya haya corregido mi falta. Y según tráiler y sinopsis de la cinta tengo entendido que es una versión de Las Manzanas, cosa que me permite la última confesión de este Tiempos más civilizados. Y es que en esa colección de la editorial Molino a la que me refería —que era la que leía mi madre y ahora leo yo—, era el ejemplar que más miedo me daba. Su portada ilustraba una calavera terrible que me hacía temblar; Seguro que la han visto. Hoy en día sigue poniéndome los pelos de punta —pues hay cosas que nunca cambian y terrores perpetuos— y, por ello, está condenado a salir poco de la biblioteca. Quizá salga tras lo de Branagh, no lo prometo.
No he visto que haya salido ningún homenaje a esta obra maestra de la narrativa detectivesca, que nos ilustró un resquicio de mundo civilizado o, quizá mejor dicho, de un mundo civilizador, que tiempo ha se apagó. Así que hagamos nosotros nuestro propio homenaje viendo, leyendo y releyendo sobre aquellos tiempos. Volvamos a Christie y a sus aventuras, o a Sir Richard Burton y su Las montañas de la Luna. En busca de las fuentes del Nilo, editado en la colección El club Diógenes, de Valdemar. Volvamos a descender las aguas sagradas de Egipto hasta Luxor, visitemos la tumba de Tutankamón recordando a Howard Carter, leamos alguna vieja guía Baedeker de tapas rojas y letras de oro que encontremos en El Rastro, soñemos —¿por qué no?— con comprar camellos y dromedarios en el gran mercado de Daraw y con ser los mejores detectives del mundo, en consideración de algunos.
Hace apenas unas semanas descubrí un documental emitido en RTVE, Barcos Extremos: Egipto, el descenso del Nilo, donde una reportera descendía esas misteriosas aguas que mueren en el Mediterráneo en una tradicional faluca para luego darme a conocer el S.S. Sudán, un vapor de ruedas de paletas que remueve esas aguas como el Karnak lo hizo en la novela de la británica. Y entonces pensé que, en fin, ese Nilo de Poirot siempre nos quedará, como París a Bogart y Bergman.