La serie Upright (2019) no es la última novedad, pero tiene mimbres de clásico, así que podemos acogernos a JRJ («Clásico, es decir, actual, es decir, eterno»), y animar a verla ahora mismo, aunque —otra ventaja de los clásicos— no hay urgencia.
No haré spoilers, pero sí prespoilers. Una curiosidad de precuela es que la serie está escrita, dirigida e interpretada por el australiano Tim Minchin (1975). Se trata de un rarísimo caso, si acaso con el precedente de Les Luthiers, de artista capaz de llenar estadios con el género de comedia musical. Estamos ante un cómico que es tan cómico como músico, y viceversa. Muy sarcástico, muy acerado, ferviente apologeta del ateísmo cientificista. Hace gala de un humor irónico aplastante, pero con una sensibilidad extraordinaria; y todo eso al piano queda muy bien. Su canción Rock N Roll Nerd, es muy biográfica y un excelente exponente de su trabajo.
Lo realmente llamativo es que Tim Minchin se desnuda de su personaje real para interpretar al protagonista de la serie. Se permite algún pequeño guiño, pero muy leve. La serie se puede ver sin conocer de nada al cantante-cómico. Con el añadido de que la maravillosa Milly Alcock (2001) se pone, por méritos propios, a la altura de Minchin, y no deja que estemos en ningún momento ante una serie pedestal para una celebridad previa. Renunciar uno y contrarrestar otra a la personalidad de Minchin, eso tiene mérito (de ambos por igual).
Como Upright no es una novedad estricta podríamos destriparla aquí con cierta justificación. Pero, además de que hemos prometido no hacer spoilers, sería una estupidez, porque escribo hoy para animar a verla a quien todavía no lo haya hecho, y no les voy a reventar las sorpresas que depara la historia. Es uno de los encantos de Upright. Al final, ya observarán ustedes por su cuenta cómo dosifica las sorpresas con inteligencia rayana en la astucia y la prestidigitación.
Para regodearme con quienes ya la han visto tampoco me hace falta bajar a detalles. La evocación basta. Señalaré sencillamente las tres lecciones que nos da la serie como quien no quiere la cosa, entre risas y emociones a flor de piel.
Pasado, presente y futuro
La primera es que, con frecuencia, lo más valioso que tenemos que ofrecer a las próximas generaciones es lo que nos dejaron las anteriores generaciones. Quien quiere arrumbar todo el pasado nos deja sin el mejor presente (esto es, el regalo) que podríamos ofrecer a los que vienen. Esa enseñanza abre, además, una rendija a la esperanza: no hay vida tan fracasada que no pueda servir de puente que permite que pasen los tesoros de antaño. Puede parecernos que no hemos hecho en la vida nada más que el tonto; pero tenemos todavía algo valioso que transmitir: lo mejor de lo que nos legaron. La intensidad y la belleza con que la serie encarna esta idea haría las delicias del más estricto conservador, aunque Tim Minchin, actor, guionista y director, además de autor de la banda sonora, no tiene pinta de señor con levita, ni mucho menos. Lo que redunda en la eficacia del mensaje. El amor a la tradición no es una cuestión ideológica, sino la materialización del amor a nuestros hijos y de la admiración del legado de nuestros mayores.
Si la primera lección viene del pasado, la segunda, del futuro. Incluso los errores más garrafales (que viene de «garrafa»), a poco que uno tenga paciencia y perspectiva, suelen terminar justificados e incluso elevados a la categoría de maravillosos por la varita mágica que es una vida con sentido. «No está el mañana —ni el ayer— escrito», advertía Antonio Machado, para que supiésemos con certeza que en el futuro podremos transfigurar lo que hoy parece impresentable. La serie clava (en todo el centro de la diana) ese mensaje. Lo que parecía un consabido truco cinematográfico: que sólo entendamos todo en las últimas escenas, de atrás para adelante, adquiere aquí la categoría de advertencia filosófica. Con nuestra vida, a poco que la vivamos bien, nos pasará igual. Al final la entenderemos y la celebraremos. Como buena obra de arte, eso lo refleja en pequeños detalles o correlatos objetivos. Te pasas los capítulos riéndote del nombre del personaje principal, Lucky Flynn, porque parece un tipo fundamentalmente gafado. Pero al final Lucky es nomen omen, porque ya decíamos que la serie, aunque no lo parezca, es un clásico.
Nos falta el tiempo presente, que diría T. S. Eliot, y para éste también tiene Minchin su mensaje. Las casualidades (un tema obsesivo en la serie) son el disfraz de Algo que el guión no contesta, pero que el espectador se queda sopesando —sorprendido— cada dos por tres. A la Providencia —que no se nombra— se la ve brillar de soslayo aquí y allá, pero con qué luz tan intensa. Con un guiño por encima del guión, el personaje que representa Tim Minchin, Lucky Flynn, defiende el sinsentido del ateísmo. Pero, con ironía suprema, se deja que el propio guión le quite la razón al mismísimo guionista. Algo parecido pasa con el gran tema de nuestro tiempo, que es la paternidad. Todo el rato parece que se roza, y luego resulta que se estaba acariciando, en realidad. (Esta última frase me ha salido redonda, pero sólo la entenderán si la recuerdan al final de los ocho capítulos, lo siento.)
Nudos como puños
La serie no da, pues, puntada sin hilo. Hay una escena algo violenta que parece metida con calzador o de relleno, pero no. Advierte que los personajes, por muy vapuleados que estén, no se rinden nunca. Por si no nos habíamos dado cuenta todavía. Y, en el fondo, advierte de algo más. Que el reino de la felicidad y la plenitud se arrebata con violencia. Upright, como su propio nombre indica, es la historia de un levantamiento o enderezamiento. Con enorme justicia poética, todo lo que parecen flecos sueltos —en las vidas de los protagonistas y en los meandros del guión— terminan siendo recogidos en unos nudos apretados de tapiz. Nudos —pum— como puños.
Como la palabra «lecciones» produce sarpullidos en este mundo reacio al aprendizaje, contaré una anécdota. Me recomendaron la serie y, sin verla, se la recomendé a un amigo. A las siete horas y cuarto me escribió que ya la había visto entera. Son ocho capítulos. Quedé triangulando entre la incredulidad, la admiración y la envidia. Qué tío. Lo comenté, alucinado, con mi mujer, que también se hizo cruces.
Luego nos pusimos a verla y no pudimos batir su récord de velocidad, ay, pero bien que corrimos nuestro maratón a toda marcha. Es tan graciosa y tan tierna que el tiempo pasa volando y cuesta no empalmar un capítulo con otro. Lo de las lecciones que hay ni se percibe, salvo cuando terminas de verla, y la piensas. Entonces sí te das cuenta. De todo.