Skip to main content

A veces alguien que me llama por teléfono para alguna propuesta literaria se despide diciendo: «Adiós, Gabriel, me ha encantado conocerte». No me llama Eduardo ni Esteban ni Eugenio, sino Gabriel; y yo sé por qué. No me extraña que esté tan contento: ¡su subconsciente acaba de cerrar una colaboración para su revista con un premio Nobel colombiano o, al menos, con su fantasma!

En mi pueblo y en los alrededores no tengo mayor problema con mi apellido. Incluso en la adolescencia y juventud percibí alguna ventaja con ciertas jovencitas muy pijas y sus madres. Cuando me las presentaban, el apellido les sonaba muchísimo, lo que en su caso era un augurio excelente. Me venía bien. Algo análogo ocurrió en la lápida de Isaac Bashevis Singer. Hubo un error: en lugar de «Nobel» escribieron «noble».

La amenaza está en la cercanía

En la literatura, mi nobelero apellido paronomásico embrolla más. Al ir a publicar mi primer libro, estaba bastante dormido en general, pero no tanto como para no prever el problemilla. Lo consulté con dos maestros. Uno me dijo que me librase del «García-» de inmediato. Que firmase Enrique Máiquez. El otro ninguneó a García Márquez y me dijo que en diez años nadie recordaría al nobel y que yo, en cambio, tenía un gran futuro por delante. Cuando poco después leí Cien años de soledad, no hubo ni una página en que no quisiera llevar al segundo maestro ante un metafórico pelotón de fusilamiento.

Máiquez, además, es como me conocen mis amigos más íntimos, los del colegio. Enrique me llaman mis hermanos y mis buenos amigos del trabajo. Y Quique, maldición, me llama alguna gente por culpa de mi mujer. Ella pertenecía a una pandilla que me llamaba así el diablo sabrá por qué. Y se le pegó. Ahora, cuando un desconocido escucha que mi cónyuge me llama «Quique», deduce que es la manera de nombrarme de los que más me quieren y se apunta al carro. La intención es buena, pero el error, inmenso. Todavía nadie me llama «Kike», aunque si seguimos despeñándonos hacia el Apocalipsis, todo se andará.

En el nombre del padre y del hijo…

Pero ¿por qué no le hice caso al primer maestro y firmé Enrique Máiquez y a correr? Por dos razones familiares (aunque de distintas familias). La primera es que el apellido lo había compuesto mi padre. Empujado por mi madre, además. Me pareció demasiado manoseo en el espacio de una generación. La idea fue conservar el Máiquez que nos identificaba como tribu local por un respeto a la abuela, al bisabuelo y al tatarabuelo, pero sin faltarle al abuelo. Vale. Hacer ahora un juego de manos con los apellidos por una cuestión auditiva o de marketing enturbiaba las razones más serias y sentimentales.

La segunda familia —estirando la metáfora— era el Opus Dei. No sé si ya alguien lo ha escrito o estudiado; pero en el entorno de las familias de la Obra se multiplicó la composición de apellidos. Por supuesto, esto tiene una parte caricaturizable, pero otra no. Hay un reflejo de la novedad que suponía para la Iglesia y el mundo el mensaje de Escrivá de Balaguer, que fue el primero, significativamente, que se compuso su apellido. Igual que hubo nombres que nacieron con las Cruzadas, también los habrá —los seis o siete que resistan cuatro o cinco siglos— que presumirán de venir de la primera hornada de las familias opusinas de los años 60 del siglo XX en España.

La lealtad debida

Sumando ambos factores, no descompuse el apellido; y, coherentemente, tampoco me descompongo cuando me llaman Gabriel. Ni cuando el presentador de la lectura poética en Valladolid se hace un lío y me presenta como García Márquez, y recorre el auditorio un run-rún de risitas vergonzantes. En cambio, me llena de ternura cada vez que José Mateos se confunde y habla de Gabriel García-Máiquez, poniendo el corazón por encima.

Quijotescamente hay un peaje de bromas y burlas que hay que pagar si uno se quiere ganar su nombre. Mi caso tiene la ventaja de que, al menos, son bromas con gracia. Pero he comprobado —y el libro sobre escritores y sus apellidos para el que Ricardo Álamo me ha pedido este texto quizá sea la prueba definitiva y coral— que todo el mundo lleva su nombre con un poso de incomodidad, incluso los que son sonoros e inapelables. Por no irme lejos, mi pariente Gonzalo Fernández de Córdoba también libra su lucha, aunque distinta. Los apellidos más comunes tampoco se escapan de rositas. El bisabuelo de una de las familias —ahora— más identificables del Marco de Jerez recomendaba a sus hijos que, puesto que su apellido era demasiado corriente e ibérico, pusieran a sus hijos nombres sonoros, para compensar.

En fin, que todo nombre, más que un destino, es una tarea hercúlea por labrártelo. Como cuando tienes el título de un libro, pero hay, uf, que escribirlo. Eso explica cierta desazón universal. Lo de García Lorca: «Qué raro que me llame Federico» es, extrañamente, un verso universal, porque nos hace caer en que, por naturaleza, uno es poco más que uno más, que otro, que cualquiera, que alguien, en el mejor de los casos. El nombre propio ya es un título sobrevenido: de nobleza si se da bien, o un mote, o un alias, si la cosa se tuerce.

Hacer de nuestro nombre y apellido algo digno de transmitir a nuestros hijos no deja de ser un reto. Partir, por tanto, de una paranomasia que sumar a la paradoja universal puede ser una forma divertida de plantarse ante el problema, un aliciente, un inesperado aliado mnemotécnico y poco más. Frente el reto del nomen omen, todos somos iguales. Tenemos que dar a nuestro nombre sus cien años de sonoridad. Si lo mío está más alambicado, he recibido el refuerzo literario (we band of brothers) de Jaime, también García-Máiquez a todos los efectos. Tenía razón mi primer maestro, el garcicida, por supuesto; pero yo me alegro de no haberle hecho caso.