Todo me hace ser el menos indicado para identificar cualquier conflicto generacional. Por arriba, desde siempre, me sentí mucho más cercano a mi abuelo que a mi generación. Por abajo, el otro día estaba hablando con un amigo y le pedía consejo para enfocar algunos aspectos de mi carrera literaria. Me paró y me dijo: «Oye, Enrique, que se te está olvidando que tengo 24 años».
Sin embargo, hace unas semanas se recrudeció un debate entre zoomers y boomers, que, desde hacía tiempo, se venía gestando. Ahora que nos hemos sosegado un poco, alguna cosa si me gustaría sugerir, por si sirve.
Tomando posición
Podría refugiarme en el tecnicismo de que, según algunas clasificaciones, yo no soy ni boomer ni millenial ni zoomer, sino una incógnita, la generación X, y ponerme a tomar palomitas mientras asisto a los cruentos debates. No lo haré, porque para los zoomers soy un boomer con todas las oes, y lo seré o no, pero cobardica nunca.
Por tanto, empezaré en el más puro estilo boomer diciendo que comprendo muy bien el malestar de los más jóvenes. La situación económica es penosa y la política no permite que nos hagamos (o se hagan, si prefieren hablar sólo de ellos) demasiadas ilusiones.
Encima, yo una vez sentí ese ardor contra la generación precedente. Un gran amigo de mi padre y muy querido por mí, me contaba que su generación, a diferencia de la mía, sí que se lo había pasado fetén, yendo de feria en feria hasta los Sanfermines sin parar, y ya el verano. Yo caí entonces en que ellos habían sido los jóvenes profesionales de la Transición, y me entraron ganas de decirle que en alguna de esas farras les habían birlado la cartera ideológica. Habría venido mejor que no lo hubiesen pasado tan bien y hubiesen estado más pendientes. Pusieron tronos a las causas y la consecuencia es que muchas cosas —aborto, unidad nacional, mediocridad política, impuestos abusivos…— nos subieron al cadalso. Aquel brote de indignación se me pasó pronto, porque era estéril. Pero ahora me vale para comprender lo que sienten los jóvenes de hoy, sobre todo si nosotros presumiésemos de algo o si ellos concentrasen sus críticas en la deserción del empuje demográfico, que es el legado boomer de efectos más catastróficos.
Marxismo, privación cultural y falta de rebelión
No vengo a defenderme sino a defenderlos. Si a los zoomers y millennials les suena muy paternalista, espero que perdonen el tic boomer. A fin de cuentas, si voy a serlo, tendrá que notárseme, ¿no? Además, sólo diré tres cosas.
La primera es que no compremos la mercancía de lo identitario. Es la base de la estrategia neomarxista: reciclar la lucha de clases en una lucha de sexos, de razas o, ejem, de generaciones. Así se socava la solidaridad que cimenta la nación y se hace un juicio apresurado y un reparto de culpas a bulto que beneficia, sobre todo, a los culpables específicos, que se escabullen indemnes. Las raíces de los problemas son mucho más profundas, sistémicas, anteriores e ideológicas que las omisiones o torpezas de la generación precedente. Si le entendí bien, eso decía Ignacio Ruiz Quintano en su artículo: «A lo negro».
Hay otro tic, esta vez no neo, sino criptomarxista. El peso casi exclusivo que en los lamentos millenials y zoomers tiene lo económico. Incluso a las circunstancias materiales achacan sus incertidumbres sentimentales. Aunque si ver marxismos por todas partes es demasiado boomer, digamos —son lo mismo a estos efectos— que es un tic neoliberal. La importancia de la propiedad yo jamás la negaría ni la de un salario justo ni la de la conciliación familiar; pero lamento que no se incluyan en la contabilidad factores culturales o espirituales. Cuando François-Xavier Bellamy habla de los desheredados para describir a la generación millennial lo clava; pero se refiere a la privación absolutamente injusta que se les está haciendo del gran patrimonio cultural de Occidente.
Yo, de ser un zoomer concienciado y beligerante, me leería esta frase de Giorgio Agamben: «Nunca una época ha estado tan dispuesta a soportarlo todo y a la vez a encontrarlo todo tan intolerable». Porque cabría la posibilidad de que la indignación generacional fuese una nueva soma huxleyana de la que se aprovechase algún espabilado (y encima boomer). ¿Cómo? El sistema no podrá soportar las pensiones sin unas duras reformas políticas. Así que si antes genera un oportuno odio contra las pensiones de los boomers encontrará una cobertura de enérgicos colaboradores juveniles para desmantelar el sistema de la Seguridad Social. De paso, distraídos con una hipotética revolución, les estarían birlando la opción realista de una rebelión, personal o en pequeños grupos.
No renunciéis a nuestra tradición cultural
Como ya he advertido de que soy coetáneo vocacional de mi abuelo, permitan que deje ya el incómodo y severo paternalismo y me dedique a abuelear, que es lo mío. Daré un consejo. Zoomers, millennials y boomers beligerantes, estad más pendientes de los vínculos verticales que de los horizontales; de los que atraviesan el tiempo, más que de los que se regodean en él. Escapad de «la degradante esclavitud de ser hijos de vuestra época», que decía Chesterton. Julián Marías explicaba muy bien que el juvenilismo es una ideología melancólica porque se deja de ser joven a una velocidad de vértigo (os lo digo yo). El sexo y la raza son criterios más permanentes, con permiso de la ideología de género. Por otra parte, según me han explicado detalladamente dos jóvenes últimamente en sendos encuentros universitarios, su generación se caracteriza por un inmenso pesimismo existencial y por una falta de esperanza en las relaciones íntimas. No digo yo que no sea así ni que les falten razones, pero ¿no es ése un motivo de peso para desprenderse de ese denominador común generacional por la tangente de la tradición familiar y cultural?
Una clara conciencia de los problemas específicos de nuestro tiempo y, todavía más, de los problemas de cada generación resulta imprescindible, sí; pero para eso no es necesario cerrarse al caudal de experiencias y riquezas de las generaciones anteriores. Las riquezas espirituales son transmisibles, y sin impuesto de sucesión, además. Aunque el eslabón boomer no parezca ser ni sea el más brillante o valioso, la tradición, como la cadena que es, no puede sostenerse si vamos soltando y descartando eslabones. Sin padres no hay abuelos.
Algunas cosas del pasado nos dolerán también como propias. Decía la princesa Bibesco de la caída de Constantinopla: «Es una tragedia que me sucedió ayer». Cómo la comprendo. «¿Hasta cuándo seguirás cayendo, Constantinopla?», se preguntaba hace poco Jon Juaristi. Pero la misma actitud nos regala alegrías más profundas y perennes. La baronesa Blixen confesaba que ella tenía 2500 años de edad y que había estado cenando con Sócrates y Platón. Yo los tengo (los años) y también he banqueteado en Atenas.
Cumplan enseguida los 2500 años, porque nuestra tradición cultural tiene una riqueza prácticamente inagotable, a la que no se debe renunciar inconscientemente por nada del mundo. Y que, de paso, sirve para encarar las crisis actuales sabiendo que la humanidad se ha visto en otras parecidas e incluso peores, y ha salido. Sin descuidar de ninguna manera la pelea cuerpo a cuerpo por la primera vivienda y por unas condiciones de trabajo justísimas. Ánimo.