Si hay un español de ambos mundos, ese es el Inca Garcilaso. Hijo de un conquistador extremeño y de una descendiente del último rey natural del Perú, no le dolieron prendas en cantar las bondades del legado incaico, la gesta heroica de la conquista y los beneficios de la evangelización. Su vida y obra, además, ejemplifican el discurso de las armas y las letras pronunciado por Don Quijote.

Nacido en Cuzco, en 1539, con 21 años viajó a España. En un principio, siguió la carrera militar, tomando parte en la guerra de las Alpujarras contra el moro. Llegó a capitán, como su padre, al que veneraba; tanto, que buena parte de su nueva vida aquí la dedicó reivindicar su memoria, caída en desgracia por su amistad con los Pizarro en un momento de enfrentamiento de estos con la Corona.

Que el Inca Garcilaso no estaba hecho para el cabildeo lo demuestra que todos sus esfuerzos en este sentido fueron en vano. Pero ya rehabilitaría el buen nombre de su padre por la vía de pasar él a la posteridad, no con la espada, sino con la pluma.

El suyo es uno de esos raros supuestos de vocación literaria tardía. Decimos literaria y decimos bien, por más que su especialidad fuera la historia. ¿Pero quién dijo que esta no puede ser contada de forma amena, con profusión de detalles, describiendo la psique de sus protagonistas y el ambiente en el que se desenvolvieron?

Es el caso de La Florida del Inca, la crónica de las hazañas de Hernando de Soto y sus hombres en el sur de lo que hoy son los Estados Unidos. Que para que las gestas perduren, aparte de alguien que las protagonice, tiene que haber quien las cante, como el Inca Garcilaso.

Murió en 1616, en la ciudad de Córdoba, en una de las capillas de cuya catedral descansa.