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Un 23 de abril nació Shakespeare, y otro murieron Cervantes y Shakespeare. ¡Qué gusto el del autor de La fierecilla domada por la simetría significativa, siendo además el día de san Jorge, patrón de Inglaterra!  Cervantes tampoco fue manco, porque era el día de San Jorge, patrón de los caballeros. A lo que hay que sumar el estupendo eco (y altavoz) que tuvo Don Quijote en Inglaterra y las encendidas alabanzas del jerez por parte de Shakespeare, para hacer más patente el paralelismo entre las dos grandes lenguas atlánticas, de ida y vuelta al mundo. Celebran su día a la par, como a la par van sus destinos, tan hermanados en Estados Unidos, y cada vez más. Son las dos grandes lenguas europeas capaces de aguantarle el paso a la globalización.

Quizá el 23 de abril del año que viene, si Centinela sigue fiándose de mi prosa, podría dedicar el artículo a la lengua inglesa, pero el corazón tiene sus razones, y primero toca el español. Así, «español» suena muy viril, y vaya si lo es; pero antes fue mi lengua materna, y eso lo cambia todo. Cuando me di cuenta, recién muerta mi madre, vi las cosas más claras. Escribí este poema:

EL DESCUBRIMIENTO

Esto lo explica todo: el español

es mi lengua materna.

Lo amaba tanto sin saber por qué.

Ya no me caben dudas: escuchad

a mi madre, que alienta detrás de mis palabras.

Si están vivas, son suyas; y si miento

o me adorno o las tuerzo o son oscuras

no os hablo en español. No es mi lengua materna.

Si fuésemos más conscientes de qué significa una lengua materna, en efecto, la trataríamos mejor. No la usaríamos ni para engañar ni para hacer demagogia. La reservaríamos para la verdad, la belleza y la bondad, porque ninguna madre merece menos. Eso también nos lleva a respetar las lenguas maternas de cada hijo de vecina, como los españoles han hecho a lo largo y ancho de su historia a ambos lados del Atlántico, según atestigua la conservación de las otras lenguas españolas y de las lenguas indígenas. Esto debería implicar una mayor exigencia de respeto a la lengua materna, aunque sea la nuestra. Porque una cosa es la innegable potencia de este idioma, que anima a dormirse en los laureles, y otra la vulnerabilidad casi huérfana de cada hablante con su lengua materna en lo más íntimo. Los políticos españoles y los jueces han fracasado clamorosamente en este particular.

Los laureles del español en el mundo son que es la segunda lengua materna por número de hablantes, tras el chino mandarín. Es un segundo puesto con sabor a primero, si atendemos precisamente las explicaciones de don Quijote a don Lorenzo de Miranda, hijo del caballero del Verde Gabán: «Procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se le lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le lleva la mera justicia, y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a esta cuenta, será el tercero». Aquí pasa igual, porque los hablantes de chino mandarín están muy reconcentrados en su país, y el español se expande por medio mundo y ambos hemisferios a una velocidad de crucero. Sólo el año pasado ganó cinco millones de hablantes, más de los hablantes nativos absolutos del catalán, dicho sea con todo respeto. En paralelo, crecen también los estudiantes de español como segunda lengua, fundamentalmente, ojo, en Estados Unidos y en Brasil.

Hablen otros de consecuencias económicas y de valoraciones en términos de marca España y esas cosas. Aquí celebramos la paradoja de una entrañable lengua materna de casi 600 millones de hijos, digo, de hablantes. Uno musita con Unamuno: «La sangre de mi espíritu es mi lengua/ y mi patria es allí donde resuene/ soberano su verbo, que no amengua/ su voz por mucho que ambos mundos llene». Esa es la paradoja que fundamenta la grandeza del español: que lo más propio de cada uno, su idioma, lo sea a la vez de cientos de millones y viceversa: ¡una intimidad de tantos! Nuestra literatura, en consecuencia, es un tesoro que vale un Potosí, por usar una expresión entrañada también, con ecos ultramarinos e históricos.

Nos lo recordó Juan Ramón Jiménez al dejar atrás el prestigioso exilio norteamericano para irse a vivir a Puerto Rico, donde podía oír español todos los días a todas horas. Era una necesidad física. También estremece Luis Cernuda, cuando reencuentra el español en México, según nos cuenta en Variaciones sobre un tema mexicano:

-Tras de cruzada la frontera, al oír tu lengua, que tantos años no oías hablada en torno, ¿qué sentiste?

-Sentí como sin interrupción continuaba mi vida en ella por el mundo exterior, ya que por el interior no había dejado de sonar en mí todos aquellos años.

La lengua que hablaron nuestras gentes antes de nacer nosotros de ellos, ésa de que nos servimos para conocer el mundo y tomar posesión de las cosas por medio de sus nombres, importante como es en la vida de todo ser humano, aún lo es más en la del poeta. Porque la lengua del poeta no sólo es materia de su trabajo, sino condición misma de su existencia.

Y si la primera palabra que pronunciaron tus labios era española, y española será la última que de ellos salga, determinadas precisa y fatalmente por esas dos palabras primera y postrera, están todas las de tu poesía.

Cernuda habla de poesía, porque es lo suyo, pero el cordón umbilical de todos con nuestra lengua materna es idéntico. A mí viajar no me disloca; pero, para compensar, las olas de ultramar baten la puerta de mi casa. Hace varios años tuve una alumna colombiana y otra brasileña. Tenía su exotismo que una alumna me dijese con dejes amazónicos que llevaba toda la mañana «procurándome» [por buscarme], aunque fuese para protestar por una nota. Aclararé enseguida, para evitar malentendidos, que estuve más mediterráneo e igual de contento hace todavía más cursos, cuando fue mi alumno un israelí-sefardí.

Pero no vine a hablar de mí, sino de nuestro idioma. Aquel curso una alumna que nació y vivía a quince kilómetros de mi pueblo me hizo una pregunta en un andaluz tan cerrado que no lograba entenderla. Fue aquella compañera colombiana la que me la tradujo a un español cristalino. Tuve tal acceso de emoción que me puse a recitar en clase de Derecho los versos de Dámaso Alonso: «Hermanos, los que estáis en lejanía/ tras las aguas inmensas, los cercanos/ de mi España natal, todos hermanos/ porque habláis esta lengua que es la mía:// yo digo “amor”, yo digo “madre mía”/ y atravesando mares, sierras, llanos/ —oh gozo—, con sonidos castellanos/ os llega un dulce efluvio de poesía».