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No descubro nada cuando digo que, con honrosas excepciones, el nivel intelectual y profesional de nuestros políticos tiende a lo paupérrimo. Y, precisamente porque esto es bien sabido, me abstengo de aportar mayores explicaciones al respecto y paso directamente a proponer una solución. O más bien una revolución.

A riesgo de que me tachen de carca, voy a retrotraerme para ello al pasado. Menos mal que la cabecera que nos acoge ve con tan buenos ojos eso de mirar atrás a la hora de responder a los problemas del presente. Ya saben, ser conservador es el nuevo punk.

El modelo que propongo como receta para nuestra democracia —o partitocracia— es el de la política en la antigua Roma. Hablo del cursus honorum, el sistema por el cual, durante la república romana (y en menor medida también durante la etapa imperial), si un ciudadano quería llegar a ser cónsul, el mayor honor del entramado político, debía ocupar antes varios cargos en distintos organismos del Estado para llegar a dominar todas las facetas y conocimientos del buen gestor.

La carrera hacia el Senado

Hago ahora una pequeña digresión para explicar someramente el modelo de gobierno romano. Después de la breve experiencia monárquica con que la ciudad a orillas del Tíber comenzó su historia y antes de que los césares se hicieran con el poder de forma casi omnímoda, el sistema romano estaba compuesto por dos grandes instituciones. De una parte, el Senado, centro de la vida política, que se ocupaba de las leyes, las finanzas públicas, la política exterior y hasta de la religión. Por otra, los cónsules, dos funcionarios cuya función podría asemejarse grosso modo a la de un primer ministro de nuestros días. Eran elegidos por un periodo de un año y tenían prerrogativa de veto sobre las decisiones de su compañero en el cargo. El poder de estos dos magistrados fue disminuyendo a lo largo del periodo republicano hasta quedar muy supeditado al Senado. Su figura sólo ostentaba una relevancia decisiva en tiempos de guerra.

Publio Cornelio Escipión sirviendo como pretor

Pero no restemos tanta importancia a los cónsules, y es que este cargo era uno de los más destacados del cursus honorum, la carrera funcionarial dirigida, precisamente, a conseguir un puesto en el Senado, auténtico centro de poder.

Antes hemos señalado que una de las bondades de este sistema consistía en que, para llegar a convertirse en un senador destacado, un ciudadano romano debía ocuparse de asuntos muy diversos, lo que le otorgaba una visión completa de la administración. Así, el aspirante a prócer del Estado debía primero servir en el ejército; había, por tanto, que vestir la armadura antes que la toga y empuñar el gladius antes que la pluma. Después, el primer cargo de relevancia en la escalera funcionarial era el de cuestor, cuyas atribuciones entraban en el ámbito de las finanzas. Le seguía el edil, encargado de mantener el orden público y de organizar fiestas y juegos. Como alternativa a los ediles, los jóvenes romanos con ambición podían también aspirar a ser tribunos de la plebe, una especie de defensor del pueblo llano frente al Senado.

A partir de aquí, había que hacer campaña electoral porque el siguiente cargo de la lista, el pretor, era votado primero por los nobles y luego por el pueblo. Sus funciones eran administrar justicia y gobernar provincias, aunque también tenían atribuciones militares. El siguiente peldaño era el de cónsul, ya explicado, y eran precisamente aquellos que habían desempeñado esta responsabilidad en el pasado, los llamados consulares, quienes de verdad movían los hilos en el Senado.

Además, para acceder a todos estos cargos, se requería una edad mínima. Para ser cónsul, por ejemplo, era necesario haber cumplido 43 años.

Un cursus honorum para el siglo XXI

Pero volvamos a nuestro tiempo presente y a nuestros actuales representantes públicos. Una crítica que con frecuencia se les hace es que “llevan toda la vida en política”. Sin ir más lejos, quien fuera hasta hace poco líder de un importante partido empezó presidiendo las juventudes de su formación a los 24 años.

Claro que el modelo romano, como hemos visto, tampoco despreciaba la juventud. Sin embargo, en lugar de fomentar la endogamia y el navajeo propios de los partidos políticos, la encauzaba hacia las distintas instituciones del Estado en las que desde el primer momento la tarea era servir. Por tanto, el problema no es en sí que los futuros políticos se dediquen a la cosa pública desde jóvenes, sino el tipo de preparación y de responsabilidad que se les da en ese camino.

Cicerón

Con todo, los matices que la política y la sociedad han ido incorporando a lo largo de dos mil años de historia aconsejan introducir algunas adaptaciones a la hora de recuperar un sistema semejante al cursus honorum. Por ejemplo, aunque a más de uno no le vendría mal un tiempo de mili, hoy día se antoja menos urgente pasar por el ejército que exigir que nuestros políticos hayan trabajado en la empresa privada o como autónomos. Otros requisitos podrían ser que se tenga experiencia en política local, que suele estar mucho menos ideologizada que la nacional y que tiene más que ver con la gestión, o que el aspirante a diputado o ministro se especialice en un área de la administración pública. Para esto último sí podrían instaurarse programas ad hoc preparados por el Estado, de tal forma que los futuros políticos pudieran formarse en temas relacionados con el buen gobierno (legislación, agricultura, defensa, políticas públicas, etc.).

La espinosa cuestión de los salarios

Antes hablábamos del malestar que hoy en día genera la ineptitud de los políticos. Es, por tanto, lógico que una de las conversaciones de barra de bar más populares pase por criticar los sueldos que estos perciben. También es sugerente, en este sentido, la manera de los romanos, para quienes los cargos públicos recibían el nombre de honori porque eran eso, honores, y no estaban pagados. De ahí que sólo los ricos, los que no necesitaban de la política para vivir, accedieran a responsabilidades públicas.

Implantar esta idea hoy en día es tentador porque se acabaría con todos aquellos que vienen a la política a ser servidos y no a servir. No obstante, la objeción es clara: sólo los más pudientes podrían dedicarse a la cosa pública y esto tampoco sería deseable. De hecho, aquí sí me desmarco de nuestros ancestros romanos y me atrevo a defender una propuesta que hoy en día —y más viendo el panorama actual— suena sacrílega: que los sueldos de los políticos sean mucho más elevados. Sin duda, la medida sería impopular al principio, pero, teniendo en cuenta que ya habríamos implantado previamente esa pequeña carrera de obstáculos para acceder a la política, unos honorarios más competitivos atraerían al servicio público a gente más talentosa que la que hoy en día se sienta en los escaños del Congreso o en la mesa del Consejo de Ministros.

El paradigma de esto es uno de los romanos más ilustres de la historia, Marco Tulio Cicerón. El famoso orador y político no venía de una de aquellas largas sagas de senadores y generales, sino que era lo que los romanos llamaban un homo novus, un advenedizo. Pero Cicerón hizo bandera de aquello e impulsado no por su apellido de renombre sino por su talento fue escalando puestos en la administración romana hasta llegar a cónsul. Gracias a su solidísima formación jurídica y retórica, durante su carrera Cicerón deshizo conspiraciones, ganó batallas y se enfrentó a los grandes prohombres de su tiempo, desde Julio César a Marco Antonio.

Con una buena preparación y unos mejores sueldos, tal vez nuestra política podrá producir con el tiempo más cicerones y menos catilinas.