Este no es el enésimo comentario advenedizo a raíz del fenómeno Ana Iris. La intención que ha animado este artículo no es otra que la de hacer una selecta panorámica de algunas de las reseñas (tanto laudatorias como condenatorias) que han florecido al calor del éxito editorial de Feria, y de su presentación en sociedad definitiva, que fue el discurso de la manchega en el acto con Pedro Sánchez sobre los Pueblos con futuro.
¿Y por qué esta reseña de reseñas? Fundamentalmente porque, en la medida en que hay algunos que nos resistimos a la idea de que la conversación pública esté adoptando los códigos y formatos de la bronca discusión tribal en los foros tuiteros, entendemos que puede haber y hay elementos destacables en toda argumentación mínimamente rigurosa, por mucho que esta la enuncie el peor de nuestros enemigos.
Leer la sucesión de glosas que se han hecho a la figura y el discurso de Ana Iris Simón resulta un ejercicio interesante para tomarle un poco el pulso a las posiciones polares más alejadas a la hora de aproximarse a los ‘descontentos de la hipermodernidad’. O sea, que la discusión en torno a Feria ha acabado por convertirse en una síntesis ciertamente ilustrativa de los distintos enfoques desde los que aproximarse a esos asuntos. Como recordó Rubén Amón, “AIS se ha convertido en pretexto bastante arbitrario de los debates emergentes… Feria no es un ensayo de sociología, pero sí un relato clarividente de las frustraciones del mundo moderno”.
La izquierda que gusta a la derecha
Una buena forma de comenzar puede ser atender a un fenómeno no poco elocuente: como señaló Juan Soto Ivars en su crónica sobre el tifón Ana Iris, su figura puede comprenderse como “la escritora roja que enamora a la gente de derechas”. Y es que el discurso articulado en Feria impactó muy especialmente entre la intelectualidad conservadora.
El giro tradicionalista y rural que le ha imprimido Simón a sus convicciones izquierdistas, emparentándolas con las del progresismo pre-68, llamaron la atención de opinadores como Pablo de Lora: “Ontígola [uno de los pueblos natales que aparecen en Feria] debe tomarse también como una suerte de Arcadia vital e ideológica con la que enfrentar una hegemonía político-cultural que a muchos ya hastía: allí donde alguna vez se concitaron formas de vida buenas, allí donde quienes optaron por el experimento urbano y profesional añoran volver”. Se hizo eco también del fenómeno Ana Iris, desde coordenadas conservadoras, el filósofo católico Ricardo Calleja, quien critica ese argumentario economicista endeble según el cual la simple mejora de las condiciones materiales y la concesión de una mayor libertad “llenarán los corazones de certidumbres esperanzadas a gusto del consumidor”. De modo que, para conservadores como Calleja, tiene todo el sentido del mundo la petición de “recuperar certezas, esperanza, garantías”, unos “fundamentos prepolíticos (culturales, morales, socio-económicos) de cualquier forma de convivencia política en libertad” que, puede argumentarse, no se alejan demasiado de aquella promesa de la Europa de posguerra que hoy se nos muestra como una ilusión que se desmorona.
Pero tal vez el caso más relevante de sintonización de la derecha con el discurso antiliberal y antimoderno desplegado tanto en Feria como en el discurso en Moncloa sea el escritor Juan Manuel de Prada. Convirtió De Prada su columna en ABC en una conmovedora epístola dirigida a Ana Iris Simón, para agradecer que esta le hubiera referenciado en su libro (uno de los capítulos de Feria, no sin cierta sorna, lleva por título “La historia que emocionó a Juan Manuel de Prada”) y que hubiera tenido la valentía de volver a poner el foco del debate público en la reivindicación de las costumbres locales y de la institución familiar, así como en la “crítica al capitalismo global y a su devastación antropológica”. Al mismo tiempo, De Prada animó a la manchega a no dejarse amedrentar ni cohibir por quienes quieren ver en su obra una “autoficción neofascista”. Y es que es justamente este sambenito totalitario el que más ha tenido que sufrir Ana Iris desde que se popularizó su ópera prima.
¡Neofalangismo!
El periodista Antonio Maestre fue uno de los primeros en atribuirle a la escritora el epíteto de “izquierda lepenista”. Desde su tribuna en eldiario.es, Maestre cargó contra Simón por haber comprado esta, a su juicio, el ideario de la Nouvelle Droite, entendiendo que en el discurso pronunciado en el acto de los Pueblos con futuro pudo “colar un mensaje reaccionario que podría firmar cualquier carlista, falangista o lepenista apelando a la pureza que la izquierda dice defender”.
No es Maestre ni mucho menos el único para quien la cosmovisión que atraviesa Feria (una sed de certidumbre, un anhelo de continuidad en las relaciones y en la propia biografía, una atracción por la trascendencia) encierra un mensaje de corte “neofalangista” que da gato franquista por liebre progresista. No solo le echan en cara los correligionarios de la Nueva Izquierda que Ana Iris estaría romantizando un pasado que nunca fue, sino que esta mitificación de la vida de sus antepasados constituye una estrategia discursiva para legitimar sus planteamos críticos con las políticas de la diversidad del progresismo contemporáneo. Y es que, el aducido “nacionalismo excluyente” que aparece en Feria, así como la defensa en esta de una vida mucho más anclada en el modelo de sociedad disciplinaria, se entiende como una amenaza para quienes no pueden subsumirse dentro de estos patrones normativos de socialización.
A esto se refieren algunos de los intelectuales de la órbita de Podemos (que se pronunciaron muy concernidos sobre el éxito de la retórica feriante), como Jorge Lago, cuando pide que “en la necesaria lucha contra la inseguridad y la incertidumbre en las que vivimos, no abracemos las seguridades y certezas de las que huíamos (morales, laborales, nacionales o familiares…), por todo lo demás hoy incapaces de proporcionar seguridad y certeza para todos”. O, en la misma línea, el teórico Germán Cano, quien alertó de que “gente joven como Ana Iris Simón vuelva atrás en lugar de llevar más allá esa herencia es un signo preocupante de la época”, un producto de la “crisis del discurso neoliberal” que acaba por promocionar un “regreso idealizado del pasado: la familia, los valores del trabajo, esa supuesta proximidad perdida”.
En una columna en Público, Nere Basabe profundizó en esta supuesta alianza soterrada entre los postulados feriantes y los presupuestos falangistas. Dice Basabe que el intento de Simón de hacer pasar “los trastos de las viejas esencias: el mundo rural y la familia como lo verdaderamente progre” no deja de ser el “último retruécano de los posicionamientos ideológicos que pretende levantar, frente a las servidumbres de la globalización y el individualismo rampante” una nueva servidumbre de la que, en cierta manera, ya nos habíamos zafado. Basabe se sirve de la conceptualización freudiana de la familia como primera instancia de represión, una comprensión de las relaciones familiares como una arena disciplinaria, desigualitaria y castrante que muchos de los glosadores de izquierda comparten.
Lo que late en todas estas críticas reacias a toda forma de socialización premoderna no deja de ser el dilema central de nuestra época: para paliar los descontentos generados por la atomización individualista recurrimos a formas de socialización que se definen, por su lógica comunitaria, a partir de la exclusión de determinadas opciones vitales (cuando no directamente, de los mismos sujetos). Quienes ven pues en el discurso anti-posmoderno de Ana Iris (también de otros como Daniel Bernabé) un caballo de troya para la inoculación del conservadurismo en la izquierda, entienden que no cabe renunciar a la labor deconstructiva de un progresismo que se esforzó mucho por señalar la multiplicidad de ‘vectores de opresión’ que se ciernen sobre los sujetos. La familia, recuerda Basabe, es desigualitaria y antidemocrática. ¿Queremos —quieren los “rojipardos”— extender esta lógica al conjunto de la sociedad?
En resumen, que para hacer justicia a quienes desde la izquierda sesentayochista claman contra la recuperación de las formas de vidas tradicionales, hay que entender que sus planteamientos no se reducen, como se les suele afear desde la derecha y una cierta izquierda, a un mero reparo a entablar vínculos estables. También la elaboración doctrinal de la Nueva Izquierda tiene un discurso crítico con el hiperindividualismo liberal de la sociedad tardomoderna; sencillamente, estiman (por supuesto, sin considerar que ellos mismos le hicieran el juego al Capital) que debe avanzarse hacia nuevas formas de socialización y política más inclusivas. Frente a Ana Iris, Basabe no demanda la restauración de una “sociedad de cuidados y generosidad sin límites, pero solo con los de su sangre”, sino avanzar hacia una “superación de ambos límites, mediante un proyecto que abola las fronteras de la familia desplegando una red de solidaridad global”. Que tal proyecto de refundar el cuerpo político sobre el reconocimiento de todas las individualidades sea más o menos factible, es otro tema. Pero ciertamente vemos un discurso crítico por parte del pensamiento ‘posmoderno’ hacia los efectos antropológicos y sociológicos del capitalismo tardío, lo cual echa por tierra la tan habitual y simplista crítica de que la cosmovisión posmoderna sea la pura cobertura ideológico-cultural del neoliberalismo económico. Dice el articulista Juan Luis Nevado: “no se trata de afirmar los lazos sociales frente al individualismo, sino de construir nuevas realidades sociales que impugnen el orden vigente”.
La deriva reaccionaria de la izquierda
El término “rojipardo” es uno de esos lugares comunes que empiezan a pulular en las redes, y que acaban por avasallarnos al popularizarse. Nevado lo explica así: en las tesis de Simón y de otros autores de su quinta ideológica habría un “recelo reaccionario anti-identitario”, que se fundamenta en “un materialismo vulgar”, y que, con su rechazo al programa en pos de una mayor diversidad, se sustrae a la crítica, redundando en una “apología de las formas tradicionales de organización social: familia y patria”. No le falta razón a Nevado en su exigencia de mayor rigor conceptual a la hora de caracterizar cosmovisiones complejas y fenómenos sociales múltiples, que sólo a costa de una caricatura risible de “lo posmo” puede afirmar su crítica al ‘globalismo’, al ‘socioliberalismo’ y a la ‘teoría queer’.
Acierta también al recordar que tendemos alegremente a ver en las formas sociales premodernas el último reducto de humanidad que se ha resistido a la fagocitación por parte del capital, cuando lo cierto es que, mismamente, la propia familia nuclear fue uno de los pilares sobre los que se afirmó el nuevo modo de producción. Cabría preguntarse, en cualquier caso (y el autor no lo hace) si el programa de la izquierda de la diversidad no resulta más fácilmente cooptable por parte del tardocapitalismo que otras opciones de vida y organización que enfaticen lo comunitario antes que lo individual y la solidez antes que lo transitorio. Toda tradición implica, así, una normatividad excluyente que fuerza a los sujetos a ajustarse a una única manera tolerable de vivir, y esto genera dolorosas infrarrepresentaciones y violentamientos de la libertad existencial de los individuos.
Mi familia contra la tuya
Gran parte de las críticas antiferiantes siguen esta línea de señalar una “naturalización” torticera de realidades que, lejos de ser elementales y atemporales, están históricamente constituidas. De modo que entienden que una defensa metafísica de valores como la familia, el patriotismo o incluso la ‘masculinidad’, constituye una trampa discursiva que obscurece una posibilidad clara: que el contenido de estas formas sociales que se reivindican pueda ser definido, al bajar a lo concreto, de manera represiva; y la cosmovisión de la diversidad y las identidades comprende que aquella es la forma en la que se instituyen las solidaridades tradicionales —frente a una aproximación más inclusiva, que sería la que ellos defienden.
De ahí que sean numerosísimos los reproches a la escritora manchega de estar “romantizando” e “idealizando” un pasado que entrañaba las mismas (si no más) represiones y descontentos que nuestro presente. Por eso dice Lorena G. Maldonado en su columna de El Español que ella no envidia la vida que tenía su madre a su edad, como hace Ana Iris. Y continúa: “Tenía coche, hijos y casa propia, sí, pero siempre decidieron por ella. Siempre le marcaron el camino. A mí no, y escribo esta reseña para celebrar esa suerte”.
Dentro del mundo literario e intelectual de izquierda feminista, abundan quienes le afean a Ana Iris Simón su fetichización de realidades como la familia y los afectos, acusándola de proyectar una manera de ver las cosas contemporanizada en un pasado que para su madre y su abuela habría sido no menos opresivo que para ella. Una de las más duras fue la periodista Anna Pacheco: “Me niego a que la única forma de proyectarnos sea al pasado de nuestros padres y abuelas. Abuelas, muchas, casadas, maltratadas por el bien de la «familia», que aprendieron a trabajar a los 12”.
Sigue: “No me creo que no seamos capaces de imaginar otras formas de hacer. Los feminismos anticapitalistas, los ecofeminismos, etc, también hablan de eso sin recurrir a un pasado que, de verdad, no logro ver la utilidad de evocarlo con insistencia”. En esta misma línea se manifestó la escritora María Sánchez, quien criticó el “discursito rancio de fomento de natalidad en los pueblos”, por concebir a las mujeres como “vasijas”, en lugar de tener los “derechos”, al contrario que sus abuelas, para decidir si querían tener hijos o no.
Nostalgia del futuro
Una de las objeciones más interesantes que se han hecho al discurso de Feria son las que sagazmente se han preguntado si no será el futuro que nos prometieron el que añoramos, en lugar de la vida de nuestros padres. Volviendo al citado Jorge Lago: “¿Y si no fuese nostalgia de la vida que tuvimos en el pasado, o de la que tenían nuestros padres, si no del futuro de cierta esperanza que prometía esa vida (y que no se cumplió)? Nostalgia no de certezas ni de vidas vividas, sino de horizontes y vidas imaginadas”.
Hablaríamos entonces, según esta tesis, más de una frustración de expectativas, una “cancelación” del porvenir que nos cabía esperar, que propiamente un alejamiento de un estado de cosas que Se vuelve a plasmar aquí la preferencia progresista por imaginar otros futuros posibles que por retomar un pasado que, desde nuestro presente, consideramos más brillante. Un huir hacia delante más que hacia atrás. En esta visión del asunto encaja también la opinión del filósofo Santiago Alba Rico: “Lo importante no es tener un pueblo al que volver, sino tener un pueblo al que ir”. Y, concretando para quienes se posicionen en las filas de la izquierda: “El socialismo es saber que la casa que añoras aún no ha sido construida”.
¿Quién vive mejor?
De modo que, a la postre, parece que el conjunto del debate acaba por reconducirse a una pregunta central: ¿Vivimos mejor o peor que nuestros padres? La respuesta a esta diatriba, claro, es mucho más compleja que la simplona formulación de la pregunta.
Apologetas del mercado libre como Juan Ramón Rallo no perdieron la oportunidad de apostillar el discurso de AIS frente a Pedro Sánchez para convencernos de que la situación económica de las nuevas generaciones es más favorable que la de las épocas que añora Simón. Según Rallo, la desindustrialización y desagrarización, la precarización del mercado laboral y el descenso de la natalidad no serían, en modo alguno, fenómenos exclusivos de la situación económica española. Por el contrario, afectan al grueso de las economías modernas, y no sólo eso, sino que además todas estas tendencias denunciadas por Ana Iris datarían de los años 70 y 80, un periodo que no tiene sentido idealizar como hace AIS.
Tan oportuna resulta la pregunta precedente que el diario El Mundo le dedicó un suplemento, para acabar respondiendo, una vez tomada nota de opiniones expertas contrarias, que, como tantas cosas en esta vida, depende: según a qué factores se atienda, podrá sostenerse que los jóvenes de hoy claramente viven mejor que sus padres y no digamos abuelos, en tanto que criados en unas condiciones de renta familiar notablemente superiores. De otro lado, dolencias y afecciones que atenazan particularmente a millennials y generación zeta (como la ausencia de expectativas de promoción social o las patologías psicológicas) hacen pensar más bien en que vivimos peor que las generaciones anteriores. En cualquier caso, es evidente que la dimensión económica del asunto no agota ni mucho menos todas las aristas del debate en torno al desarraigo, la inseguridad ontológica, la desorientación vital y la angustia existencial que, por medio de la literatura de autoficción, denuncia Ana Iris Simón.
Una exposición simplista para unas ideas cabales
Me pareció bastante juiciosa Elizabeth Duval cuando señaló en su columna de Público que “los términos del discurso de AIS son inteligentes, porque son simples; le permiten conectar con un espectro amplio de intuiciones comunes más o menos razonables. Pero al tratarse de un discurso «simple» se escapan una gran cantidad de sutilezas, capaces ellas mismas de arruinar todo lo fácil”. Son, por tanto, objetables “algunas vueltas de tuercas discursivas inteligentes, finísimas, que hacen pasar por fácilmente defendibles ideas muy cuestionables”. Una de las flaquezas de Feria la encuentra Duval en la jerarquía de preocupaciones de la autora, que parece encontrar “casi más grave el liberalismo cultural que el liberalismo económico”.
Es también muy recomendable, sin abandonar el espectro zurdo, el análisis del exsenador de Podemos Óscar Guardingo, quien, contrariamente a muchos izquierdistas, no ven en el cariz nostálgico del discurso de Feria un peligroso embrión para la reacción y la inoculación de la extrema derecha en las filas del progresismo. Por el contrario, Guardingo ve en la nostalgia una “emoción política” fundamental y provechosa, y que (aquí me parece que está la clave, que, por otro lado, se pierden muchos izquierdistas) esta nostalgia es ella misma fruto del fracaso de la esperanza en el Progreso. “Es, dice el expolítico, importante señalar lo que diferencia a un fascista de un reaccionario…La nostalgia emerge tras una derrota del progresismo”. Se aleja Guardingo, por tanto, de las concepciones anti-rojipardas de algunos de sus compañeros de filas que hemos expuesto más arriba.
Dicho lo mismo desde coordenadas más conservadoras, con el ya mencionado Calleja: una vez hemos conjurado los riesgos de la nostalgia como emoción política (la parálisis en la acción, una “melancolía inoperante”, un “contrarrevolucionarismo radical”), el “dolor de la pérdida es lo que nos mantiene atados al hogar, inclinados a fundar una familia, lo que nos recuerda nuestra identidad profunda, y nos evita tener que inventárnosla”.
A mi humilde entender…
La sensación que a uno se le queda leyendo la reacción antiferiante es que esta se resiste a aceptar que la tradición (por su propia naturaleza, y pese a todo) tiene una capacidad de interpelación social mucho más transversal que otros constructos instituidos ad hoc, como los que la izquierda posmoderna propugna (del tipo ‘reconocernos todos mutuamente como dominados en la misma posición de sujeción y con independencia de factores raciales o sexuales’). Dicho con más sorna: que es lógico que sigan calando más las rosquillas de la yaya que los “pollofres” de Chueca, y las corridas de toros antes que las performances de drag queens.
Se palpa, en fin, la frustración entre la izquierda de la diversidad, y su rechazo visceral a asumir que su visión antropológica acaba por mostrarse errada, así como el escaso éxito de los planteamientos contrarios a las formas de vida tradicionales, siguiendo el “sentido común” que aspiran a modelar del lado de la opción de una vida con asiento. Parece que asistimos a una cierta fatiga de la cultura nihilista, relativista e individualista de la era hipermoderna, un fenómeno del que Ana Iris Simón y su Feria es al tiempo expresión y acicate. ¿Por qué si no el libro se ha convertido en una suerte de manifiesto generacional? Nos esperan tiempos estimulantes, aunque sólo sea por ver cómo se saldará esta colisión entre el mundo de hoy que vuelve sus ojos al mundo de ayer, y el que los pone en un mañana que siempre está por llegar.