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Con 25 años, Jaume Vives ha dirigido un medio, escrito libros, viajado a Iraq y Líbano, e iniciado la ‘contrarrevolución de las sonrisas’.

Es de esa clase de tipos que, una vez te son presentados, sabes que no los vas a olvidar en la vida, aunque pasen años hasta lo próxima vez que los veas y aunque el reencuentro sea inesperado y en los lugares más extraños del mundo, en los que él parece moverse como Pedro por su casa.

Para hacerse una idea de lo inconfundible del personaje, muchos lo hemos reconocido a la primera en uno de esos vídeos caseros de ínfima calidad, grabados con un móvil sin apenas luz, pero que por su contenido alcanzan la categoría de virales, hasta el punto de contarse este entre los más vistos -¡si no el que más!- en estos días de pulsiones y pasiones desatadas, en sentido centrífugo esto último, pero centrípeto también.

Un discurso descacharrante

Se trata, por si no lo han visto, cosa que dudamos, del vídeo en que la silueta de un hombre -las imágenes fueron grabadas de noche- se asoma a la terraza de un piso alto de la, valga la redundancia, zona alta de Barcelona, en concreto, el barrio de Sarrià Sant-Gervasi, para, micrófono en mano, dirigirse a los vecinos independentistas de su calle, en uno de los discursos más descacharrantes de los que se guarda registro.

Fideos a la cazuela

En primer lugar, se hace cargo de su situación, la de los indepes empadronados en Sarrià Sant-Gervasi, por contarse entre los más pobres de los pobres y los más oprimidos de los oprimidos (actívese el modo ironía, ya que el metro cuadrado de la zona es de los más caros de la ciudad). Más adelante, les felicita por la marcha a Madrid del Sabadell y de La Caixa (permanezca pulsado el botón, pues es más que seguro que los destinatarios del discurso le firmaran en su día a Mas un cheque en blanco para su aventura secesionista cuando profetizó que los bancos se pelearían por establecerse en Cataluña). Finalmente, vuelve a solidarizarse con ellos, los vecinos juntos por el sí, por llevar 20 días, 20, de caceroladas ininterrumpidas, lo que les ha privado del inconmensurable placer de cenar fideos a la cazuela (que imaginamos aromáticos y humeantes).

La contrarrevolución de las sonrisas

Pero no se vayan todavía, que aún hay más. En el vídeo, la sombra, la misteriosa sombra, anuncia a la ciudad -la de Barcelona- y al mundo -el de internet- que él y los con él reunidos esa noche en la terraza acaban de proclamar la contrarrevolución de las sonrisas. La contrarrevolución, ojo, no la revolución, y el matiz tiene su importancia. Porque si fuese lo segundo, la revolución de las sonrisas, podría pensarse que se trataba de la constitución de un nuevo círculo de militantes de Podemos, grimosos en su retórica como ellos solos. Pero anteceder la preposición “contra” al sustantivo “revolución”… De esa osadía solo son capaces gentes apegadas al orden natural de las cosas y, por tanto, inmunes a toda afectación, a toda cursilería.

Veinte… y puede que ni eso

¿Que cuántos miembros forman esta versión barcelonesa y actualizada de la liga de la Pimpinela Escarlata? Veinte, exactamente el mismo número que en la novela de la baronesa Orczy. O no tan exactamente. Habla la voz cantante de esta historia, la silueta moviente del vídeo: “Si fuéramos independentistas, diríamos que somos un millón, pero como somos catalanes y españoles, decimos la verdad: somos 20, y puede que ni eso”. Grandes risas, y no precisamente de los indepes del vecindario, que asisten mudos a la performance, sin saber cómo se reacciona ante los golpes de humor; risas de los propios congregados en la terraza.

La niña del Exorcista

O sea, que son catalanes y españoles. Y, por si alguien albergara dudas, la cada vez menos misteriosa sombra, anuncia por el micrófono que, a continuación, va a hacer sonar -a todo trapo, sospecha ya cualquiera que esté viendo el vídeo- un himno, el de la Guardia Civil, cuyos miembros y sus familias han sufrido lo indecible estos días en Cataluña por causa del odio inoculado en los cerebros de los independentistas; himno, y esto ya es suposición nuestra, cuyos vítores encadenados -al orden, a la ley, a España, al Rey y, last but non least, a la Guardia Civil- harían girar sobre su cuello la cabeza de Anna Gabriel, exactamente igual la niña del Exorcista.

Una barba larga y descuidada

Mucho antes de que el vídeo funda a negro, cualquiera que se haya topado antes en la vida con el protagonista, basta una vez, una única vez, sabrá que se trata de él. No por esa voz suya, tan catalana y tan característica. Ni porque su barba larga y descuidada -cada vez menos larga y descuidad, al parecer- se recorte contra las escasas luces que, débilmente, iluminan la terraza. Sino porque una actuación como la suya, tan valiente, tan fresca, tan divertida, entronca a la perfección con su trayectoria vital hasta el momento. Definitivamente es él. Tiene que ser él. No puede ser otro sino él: Jaume Vives.

Jaume Vives, en uno de sus viajes a Iraq.

No se sabe cuántos apellidos catalanes

Jaume Vives nació -y por un momento adoptamos el tono campanudo y doctoral de los biógrafos- en la Barcelona de los Juegos Olímpicos, la del 92. Ignoramos por completo -tampoco es que importe demasiado- en qué medida afectó al carácter y destino de nuestro joven biografiado la celebración de aquellas Olimpiadas. De lo que sí tenemos alguna noticia, en cambio, es de la influencia de su familia, Vives por parte de padre y Vives también por parte de madre, lo cual recalcamos por si algún purista quisiera poner en tela de juicio la catalanidad del tipo, para que se lo piense.

Rome, sweet Rome

Familia, por cierto, esta de los Vives, de honda raigambre católica. Y aquí, ateniéndonos al cliché del católico como ser eminentemente triste, cabría pensar que Jaume es la oveja negra de la familia. Sí y no. A ver. Es cierto que nuestro protagonista tuvo una adolescencia difícil, que hasta en dos ocasiones le llevó a marcharse de casa de un portazo. Pero también es cierto que su regreso a la Casa del Padre -así, en mayúsculas- fue por el camino de la fe; ya saben, Rome, sweet Rome.

Sardanas y pasodobles

Por otro lado, de los 20 miembros de la primera leva de la contrarrevolución de las sonrisas, los de la noche de autos en la famosa terraza, una buena parte son miembros de la gran familia Vives. De hecho, es la madre de Jaume la que, cuando comenzaron las caceroladas por la independencia, sugirió acallarlas con la ayuda de Manolo Escobar y algunos pasadobles, pero también de La Trinca y no pocas sardanas (¿hemos dicho ya que se sienten catalanes y españoles?). ¡Ah! Y con la ayuda también de unos buenos altavoces, los mismos que Jaume se llevó consigo a Iraq. Porque Jaume, sí, ha estado en Iraq. Y dos veces.

Guardianes de la fe

La primera fue en 2015, con un grupo de amigos, para conocer la realidad de los cristianos perseguidos. Antes, en 2014, había hecho lo propio en Líbano. Resultado de una y otra experiencia fue su libro ‘Viaje al horror del Estado Islámico’ y el documental ‘Guardianes de la fe’, producido y codirigido por él. Fue este verano pasado que viajó por segunda vez a Iraq, para proyectar la cinta, llevándose consigo los potentes altavoces del párrafo anterior.

Bajos fondos

Es decir, con solo 25 años, el joven Vives acumula unas vivencias que ya quisieran para sí muchos periodistas. Y no solo por sus viajes a Líbano e Iraq, sino por sus incursiones a los bajos fondos de su ciudad, Barcelona, en calidad de testigo, eh, nunca de protagonista. Así, en 2012 y 2013, siendo todavía estudiante de Periodismo, empezó a interesarse por la realidad de la gente de la calle, no la de los que la pisan cada mañana, que venimos a ser todos, sino la de los descartados de la sociedad: prostitutas, yonkis, vagabundos…

Jaume vivió 8 días en la calle para escribir este libro.

Ocho días en la calle

El resultado de tantas observaciones y conversaciones anotadas a boli en montones de libretas fueron dos libros, ‘Las putas comen a la mesa del rey’ y Pobres pobres’, este último la crónica de los ocho días que Jaume vivió en la calle, durmiendo en cajeros automáticos, lavando los calcetines en una fuente de Plaza de Cataluña (de donde los sacaba más sucios de lo que los metía) y comiendo en comedores de la beneficencia, en algunos de los cuales los únicos cubiertos eran las cucharas, para evitar reyertas.

El Tintín de Barcelona

Ojo, que quien se asome a alguno de los trabajos de Jaume no se va a encontrar con escenarios de ensueño, tipo Las mil y una noches, ni con amables vagabundos como los de los chistes de Mingote. De hecho, Jaume no escatima ni un grado de dureza ni de crudeza a lo que le cuentan y tampoco a lo que ve, lo cual no excluye ni la ternura, ni el humor, ni la esperanza de que, al final, las cosas vayan a marchar bien. Esta manera de entender el periodismo -y, qué caray, la vida- , da la impresión de haber estado y sido en Jaume desde los primeros cursos de la carrera, cuando, de nuevo en compañía de unos amigos (¿qué harían él ni nadie sin ellos?), fundó ‘El Prisma’, diario digital del que fue director, pero sin renunciar al reporterismo. Porque al igual que los grandes del oficio, el joven Vives, nuestro Tintín de Barcelona, parece negarse a escribir de nada de lo que no haya sido testigo.

Catalanes y españoles, sí, pero sin aspavientos

Y es en este punto, el del amor por la verdad o, por no ponernos estupendos, el del gusto por las cosas como son, donde enlazamos esta historia con su comienzo, allá en la terraza de un piso alto del barrio de Sarriá Sant-Gervasi, en Barcelona. Porque, pese a lo que pueda parecer, al nacionalismo rancio y ruidoso de los pesados de las cacerolas no opusieron Jaume y los suyos otro igual de rancio y ruidoso, incluso más. Hacerlo hubiera sido ir contra ese amor por la verdad, ese gusto por las cosas como son, pues, al fin y al cabo, el nacionalismo, apellídese como se apellide, es, ante todo, una gran patraña, y los Vives Vives, intransigentes con la mentira, nunca han idolatrado nación ni bandera algunas, más allá de su sano amor por una tierra y unos colores. O sea, que se sienten catalanes y españoles, sin mayores dolores ni aspavientos, ni dándose demasiada importancia por el episodio de la terraza, aunque quizás debieran. Y a ver si me explico.

Del 2 de Mayo al 8- O

Lleva días uno tratando de mantener alejada de sí la funesta y patética manía de establecer paralelismos entre sucesos políticos de la actualidad y episodios arrancados de las páginas más gloriosas de nuestra historia. Sin demasiado éxito, hay que decir. Porque en la multitudinaria manifestación que recorrió las calles de Barcelona el 8- O, somos muchos los que hemos visto reflejos y más que reflejos del 2 de Mayo, por lo que tuvo el hecho de levantamiento popular en nombre de España y su Rey, solo que sin que, a Dios gracias, corriera la sangre a borbotones esta vez.

Rabo de lagartija

Y lo mismo en las espontáneas marchas de jóvenes barceloneses, convocados por wasap con solo un par de horas de antelación; marchas algunas de las cuales atravesaban el barrio de Gracia -territorio okupa, territorio comanche- en su camino al cuartel de la Guardia Civil, punto final donde la chavalería rendía homenaje al benemérito instituto; marchas, en fin, en las que no podía faltar Jaume Vives, inquieto como el rabo de una lagartija.

Ya de niño era inquieto como un rabo de lagartija.

El tambor del Bruch en una terraza de Barcelona

Y ya que volvemos al protagonista de esta historia, y por seguir con el juego de los parecidos razonables, tracemos uno entre lo del balcón de casa de sus padres y el tambor del Bruch. En uno y otro episodio, una minoría muy minoritaria logra imponerse a una aplastante mayoría, contra toda esperanza, y con el solo recurso de su ingenio y la conveniente amplificación de los sonidos. Si Isidre Lluçà i Casanoves, el tamborilero del Bruch, hizo creer al francés invasor que las tropas españolas eran más numerosas de lo que realmente eran, Jaume Vives, su familia y sus amigos, lograron acallar las caceroladas de los vecinos indepes de su barrio. No solo saliendo al balcón y haciendo retumbar sus amplificadores a las 10 de la noche, hora programa por los estrategas de la sedición para la gran escandalera diaria, a modo de traca final del prusés. No solo así, insistimos, sino, sobre todo, poniendo a los independentistas frente al espejo de su propia ridiculez, hasta sumirlos en una suerte de mutismo.

Porrom-pom-pom…

Mutismo, eso sí, que no les ha impedido actuar a la desesperada, ahondando más en el ridículo, si tal cosa es posible. Por ejemplo, cuando en el vídeo un vecino le grita a Jaume que se vaya ya a la cama, a lo que este responde que lo hará cuando le dé la gana, poniéndose de manifiesto que, al final, la matraca esa del prusés va de unos diciéndoles a otros lo que tienen que hacer, y cómo y cuándo, sin un porqué, y esos otros no resignándose a ello. O la vez que otros vecinos, también indepes, mandaron a la Guardia Urbana a casa de los Vives Vives, quienes debieron de ver la oportunidad de no reconocer su autoridad, de la misma manera que los denunciantes no reconocían la de la Policía Nacional o la Guardia Civil. O anoche, sin ir más lejos, cuando, al hilo de la declaración -¡o no!- de independencia de Puigdemont, Jaume, su familia y sus amigos, sometieron a votación, con sus propias urnas y su propio censo, la permanencia de su terraza en Cataluña, reservándose, en caso de separación, el derecho a mancomunarse con otras terrazas del barrio (por ejemplo, las de aquellos vecinos que cada noche les hacían los coros con las pantallas azuladas de sus móviles), llevando así la cosa esa de la autodeterminación hasta el absurdo, es decir, hasta la teoría de la infinita divisibilidad. Y todo sin perder la sonrisa ni insultar a nadie. ¡Ah! Y a ritmo de Porrompompero.