En mi estreno bajo la cabecera del bastión Centinela quiero protegerme bajo un gran nombre, el de John Ford. Porque cuando uno va a hablar de cine a lo largo de los meses sucesivos, qué hay mejor que tomar como padrino, Tres padrinos tituló él, a uno de los más grandes. Quizá el más. John Ford, John Ford y John Ford, dijo Orson Welles. Bueno, pues ¿qué más se puede decir?
Como creo en aquello de la verdad por delante ya les confieso que no me he visto, ni de lejos, un gran porcentaje de sus películas. Aunque, viendo la copa medio llena, podría decir que me queda mucho John Ford por disfrutar. Mejor. En cualquier caso, haber visto una treintena larga, casi cuarentena, de películas del de Maine, supongo que a uno le hace estar por encima de la media, y aunque la humildad siempre vaya por delante y no se deba considerar capacitado para hablar con propiedad de algo, sí creo estar al menos habilitado sentimentalmente para decirles que a John Ford hay que volver siempre, que de John Ford nunca debemos irnos, que John Ford siempre es noticia y que John Ford siempre es actualidad.
Pero claro, esto, hasta aquí, no son más que unas cuantas palabras bonitas de alguien que quiere mucho a John Ford y al que le gusta mucho el cine, el buen cine. Porque todo cine tiene algo de refugio antiaéreo, de refugio atómico donde se apiñan esas multitudes temerosas del bombardeo que es la vida, que ven en la pantalla, no una película, sino sus propios sueños de felicidad.
Y es justamente eso lo que hace John Ford, mostrarnos todas y cada una de las caras que tiene la vida humana. Piense en la película que piense -ahora mismo en mi favorita, El sol siempre brilla en Kentucky, que como le confiesa el propio Ford a Bogdanovich en sus conversaciones también era la suya- siempre encuentro la mirada más humana posible de la vida. La encuentro en la historia de un puñado de confederados derrotados, entre ellos el juez Priest, con su honor en la derrota, su respeto a la nación ganadora en la que ahora imparte justicia, y su amor a la bandera andrajosa sudista. La encuentro en John Wayne, como el capitán Nathan Brittles, en La legión invencible, recibiendo ese reloj de bolsillo, regalo de jubilación de su regimiento, emocionado y conmovido, teniendo que ponerse las gafas porque la presbicia no perdona ni a «El Duque» para leer la pequeña dedicatoria grabada. La encuentro en James Stewart, quiero decir Ramson Stoddart, licenciado en leyes, colgando su placa de abogado en el pueblo de Shinbone y, también, en el caballero de la prensa, azote de los poderes públicos y director del Star, Dutton Peabody/Edmond O’Brien, con su juego de sombras shakespeariano. «El valor puede adquirirlo en la taberna». Y la encuentro en todas aquellas historias que, por infinitas, se hacen innumerables. Porque John Ford nos cuenta cientos de historias en cada película, y si no me creen, miren ustedes a lo que pasa alrededor de la historia principal.
John Ford es la historia del honor en la derrota, de la nobleza de espíritu que tienen los más marginados, del factor humano. John Ford es el horizonte perfectamente colocado y las cargas de la caballería, el respeto a la vida y las tradiciones, el amor sin cursilerías expresado con un mimo en un capote y un beso en la frente, el sentimentalismo más limpio y puro. John Ford es un baile en el fuerte, un beso de un boxeador, Maureen O’Hara, Henry Fonda apoyado en un poste, Andy Devine, John Carradine y Thomas Mitchell. John Ford son dos hombres sentado en la ribera de un río fumando sendos puros. John Ford es uno de los ojos más humanos y románticos que se hayan puesto tras una cámara y, quizá, también de los más humildes y sinceros, y es por eso que a la triada orsoniana, a él, siempre hay que volver, ya digo.
Estoy seguro de que ustedes conocen esa colección de nuestro querido José Luis Garci, esa con la coletilla «de cine». Que si Querer de cine, que si Latir de cine, que si Mirar de cine, que si Beber de cine, que si Morir de cine. Háganse con ellos en caso contrario. Pues hace ya algún tiempo yo mismo titulaba Morir de Ford un artículo que publicaba tras haber tenido la oportunidad de ver El hombre que mató a Liberty Valance en la estupenda pantalla del Teatro Filarmónica de Oviedo. Y ahora, escribiendo estas líneas, recuerdo la emoción que sentí en aquel momento, que no es muy diferente a la que anoche sentí viendo El sol siempre brilla en Kentucky. Es cierto que suelo llorar con cierta facilidad, como le pasa a Deborah Kerr en el Tú y yo de McCarey, la del 57, «ya te dije que lasas cosas bonitas me hacen llorar», dice. Pero aún no he encontrado a alguien a quien John Ford no le haya dejado «al borde de», bailando en el ring, con los sentimientos a flor de piel. Porque John Ford pone en sus historias la medida justa de los ingredientes para que el cine sea también vida. Vivir en Ford, vivir de Ford, podría ser.