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Zhang, el mejor amigo de Tintín

A la izquierda, Tintín y Chang; a la derecha, Georges Rémi, Hergé, y Zhang Chongren. | MUSEO HERGÉ

Tintín, modelo de estoicismo, solo llora tres veces a lo largo de las 24 entregas que componen la saga. Una de ellas, claro, por Milú. Las otras dos, por uno de sus amigos, Zhang, que sólo aparece en dos álbumes. Es también el único colega de su edad y, junto a Al Capone, el único personaje de carne y hueso que se pasea por las viñetas con su nombre real.

Si las aventuras de Tintín son un compendio del siglo XX -lo ha contado mejor que nadie Fernando Castillo-, la vida de Zhang Chongren (o Tchang Tchong-Jen, o Chang Chong-Jen, que ya se sabe que la transcripción de los nombres chinos es un asunto proceloso) no le va a la zaga en experiencia histórica. Su relación de camaradería con Georges Rémi, Hergé, interrumpida durante más de 40 años por guerras civiles y mundiales, hambrunas y revoluciones, es una de las grandes historias al margen de la serie.

Cuando Hergé y Zhang se conocieron en 1934, Tintín había visitado ya la Rusia de los soviets, el Congo colonial, Estados Unidos –donde se enfrentó a unos peligrosos gánsteres–, Egipto, Arabia Saudí y las junglas de la India. La localización de la quinta aventura se había anunciado ya públicamente: China, continuando la historia de Los cigarros del faraón.

Malvados y con trenza

Uno de los fieles lectores de la serie, el joven padre Gosset, capellán de un grupo de estudiantes chinos en la Universidad Católica de Lovaina, escribió a Hergé para brindarle su ayuda en la documentación. «Si usted describe a los chinos tal como a los occidentales se los presenta muchas veces; si los muestra con una trenza en la espalda, cosa que ocurría bajo la dinastía manchú, un signo de esclavitud; si los declara bribones y malvados; si habla de suplicios chinos, ofenderá cruelmente a mis estudiantes. Por favor –le rogó– ¡sea prudente! ¡Infórmese bien!». El sacerdote le ofreció, además, presentarle a un joven chino de su edad, 27 años, que estaba ganando fama en Bélgica por su talento como escultor. Encajaron bien: los dos eran profundamente católicos y compartían el gusto por el arte.

Hijo de un jardinero, Zhang nació en 1907 en Shanghai y creció en el orfanato de Tushanwan, regido por los jesuitas, principal cantera de los artistas religiosos del país. Allí aprendió escultura, dibujo y francés. Al salir de la escuela pasó por la naciente industria cinematográfica china y por un periódico, hasta que en 1931 surgió la posibilidad de instalarse en la prestigiosa Academia Real de Bellas Artes de Bruselas. Pese a su fe cristiana y a su formación occidental, Zhang era simpatizante del movimiento nacionalista Kuomintang, creado tras la Revolución de Xinhai de 1911 y liderado por el generalísimo Chiang Kai-shek.

A lo largo de muchas tardes de charla y café, Zhang fue aportando a Rémi una información muy valiosa para ‘El Loto azul’: nociones de escritura –las planchas están sembradas de pintadas reivindicativas en caracteres chinos-, técnicas de dibujo oriental, datos sobre vestimentas y costumbres sociales. También le habló, claro, sobre el contexto político, aunque en este caso la visión era algo más sesgada: el argumento rebosa de nacionalismo chino y de hostilidad hacia el ocupante japonés, lo que provocó la protesta airada del embajador nipón cuando salió a los quioscos. A Chiang Kai-shel, en cambio, le gustó tanto que invitó al autor a visitar su país.

Tribulaciones de un chino en China

Hergé le pagó a Zhang sus servicios introduciendo a su alter ego como personaje del álbum, que según la opinión de críticos y aficionados es uno de los mejores de la colección. En las primeras planchas, Tintín salva al joven –su apellido, en la edición española, se escribe Chang– de morir ahogado. Poco más tarde, entre vapores de opio, organizaciones secretas y conspiradores, su nuevo amigo le devuelve el favor: lo rescata de un malvado agente japonés disfrazado de fotógrafo. Ya no se separarán hasta el final de la aventura.

Tres años antes de la aparición de El Loto Azul, tras la voladura de una línea de ferrocarril gestionada por una compañía japonesa, las tropas del Ejército Imperial invadieron Manchuria, zona rica en yacimientos de carbón, y constituyeron el Estado de Manchukuo, en la práctica un protectorado nipón. Puyí, último emperador chino, fue proclamado primer emperador de Manchuria, aunque era en la práctica un títere de Tokio.

Por entonces, China llevaba ya varios años en una cruenta guerra civil que se extendería hasta la Segunda Guerra Mundial. Zhang regresó a su país en 1935, después de una gira artística por varios países europeos. Shanghai, zona desmilitarizada, era un hormiguero de espías, aventureros, rusos blancos, sociedades secretas y judíos que comenzaban a huir de Europa. En aquella situación de calma tensa, Zhang realiza varias exposiciones de escultura y abre una academia.

De ‘El Loto Azul’ al ‘Libro Rojo’

Pero poco después los japoneses desencadenan la invasión definitiva, iniciando una guerra que se enlazará, sin solución de continuidad, con la confrontación mundial. Es entonces cuando Zhang pierde el contacto con su amigo belga, a quien le iba cada vez mejor: estaba ganando fama y se había comprado un Opel Olympia descapotable. Le esperaba, sin embargo, el purgatorio de la posguerra, en la que fue detenido tres veces y se vio salpicado por acusaciones de colaboracionismo.

Mientras tanto, Zhang también pasaba dificultades. La guerra civil, interrumpida por unos años, se retomó y llevó a la victoria definitiva de Mao Tse-Tung y al exilio de Chiang Kai-shek y de sus seguidores del Kuomintang a la isla de Taiwán. A la revolución siguió el Gran Salto Adelante, conjunto de medidas sociales y económicas que llevaron al país a la miseria, pese al sorprendente éxito de la doctrina maoísta entre muchos jóvenes occidentales, que en los 60, paradójicamente, cambiaron las historietas de Tintín por el ‘Pequeño Libro Rojo’ en edición de bolsillo sin solución de continuidad.

En 1966 se desencadenó la Revolución Cultural, un catálogo de atrocidades que azotó especialmente la sociedad de Shangai, donde llegó a constituirse una comuna a la parisina. Parece que la razón oficial para la detención de nuestro protagonista fue que encontraron en su domicilio un viejo proyecto de escultura de Chiang Kai-shek, nunca ejecutada. En realidad, no hacían falta muchas excusas: el régimen miraba con una desconfianza nada disimulada a los artistas e intelectuales, más aún a los de formación occidental. Tras pasar por un campo de reeducación, Zhang fue obligado a trabajar como barrendero, situación que se prolongaría varios años.

El reencuentro

Tintín en el Tibet, el álbum favorito de su autor, comienza con un sueño premonitorio: el reportero ve a su amigo Zhang pidiendo ayuda en los restos de un avión accidentado en el Himalaya y emprende una búsqueda heroica, aderezada por la presencia del yeti. Cuando el álbum se publicó, Hergé y Zhang llevaban más de tres décadas sin verse, y no está del todo claro qué llevó al dibujante a rescatar el personaje. Lo cierto es que Georges Rémi estaba atravesando una grave crisis psicológica derivada del derrumbe de su primer matrimonio. «En ese momento –cuenta– yo estaba pasando por un momento de auténtica crisis y mis sueños eran casi siempre sueños blancos. Y eran muy angustiantes. Tomé nota de ellos y recuerdo uno en el que estaba en una especie de torre compuesta de una serie de rampas. Caían hojas muertas y lo cubrían todo». ¿Fue esa situación la que llevó a Hergé a acordarse de su amigo de juventud? El resultado fue un cómic atípico, blanquísimo e inquietante, y una de las mejores historias de aventuras de todos los tiempos.

Al igual que su personaje, el padre de la línea clara nunca perdió la esperanza de volver a encontrarse con su viejo amigo. A falta de redes sociales, su método era más bien rudimentario: preguntaba por él a todos los chinos con los que se encontraba. Por fin, en 1977, Rémis tuvo noticias de Zhang a través de un conocido en común y le envió una afectuosa carta. Para entonces, el escultor ya había sido rehabilitado y dirigía una escuela artística.

Cuatro años después pudieron abrazarse en el aeropuerto de Bruselas, en una cita organizada por varios medios de comunicación. La foto merecería una viñeta: Hergé, viejo y espigado, se presentó vestido de tweed; Zhang, bajito y repeinado, lo abrazó al borde del llanto. «¿Cómo explicar lo que uno siente –se preguntó Hergé ante los micrófonos– al reencontrarse casi medio siglo después con alguien que fue más que un amigo, con alguien que me abrió las puertas y las ventanas a una civilización de la que yo no sabía nada?». Para celebrar el reencuentro se celebró una fiesta a la que asistió, ente muchos otros, un anciano padre Gossett. Poco después, Rémi murió y Zhang recibió la nacionalidad francesa. Moriría en París en 1998.

Tintín y la lealtad

C. S. Lewis escribió que la amistad es innecesaria, como la filosofía o como el arte: no tiene ningún valor de supervivencia; más bien es una de esas cosas que da valor a la vida. La nómina de colegas de Tintín que orbitan alrededor de Moulinsart es tan entrañable como excéntrica. Pero, con la posible excepción del fiel Haddock (¡mil millones de rayos y centellas!), ninguno de los personajes es un ejemplo tan acabado de compañerismo y amistad pura, llena de sentido, como el joven chino. Su relación de hermanos de sangre nace del intercambio cultural, aunque Tintín le partiría la cara a cualquiera que osara llamarle cosmopolita, y se endurece con las adversidades, como les ocurrió a los amigos reales.

De todas las cosas que podemos aprender de Tintín –y hay muchas: curiosidad, sentido de la aventura, espíritu insobornable o, por supuesto, lecciones de Historia contemporánea–, quizás esta sea una de las más importantes. El periodista belga, que ha llegado a los 90 años en plena forma, fue capaz de volar hasta el Himalaya para buscar a un amigo al que lleva décadas sin ver y que, según todas las evidencias, había muerto. La lealtad no es una virtud de moda –¿hay alguna virtud de moda?–, pero el éxito intemporal de Tintín muestra que sigue siendo el mejor escudo frente a los villanos.