Apenas duró doce días. Comenzó el 23 de octubre de 1956 y terminó con la invasión soviética del 4 de noviembre. Al cabo de un par de días, Moscú dominaba la situación. La resistencia se prolongó un poco más, hasta los días 10 y 11, en algunas regiones de Hungría, pero era imposible resistir los carros de combate y la infantería enviada por Jrushchov para reprimir el alzamiento. Habían sido dos semanas de esperanza y libertad truncadas por la intervención militar de la URSS y el abandono de los Estados Unidos y los demás aliados occidentales.
El avance soviético de 1944-1945 supuso la ocupación de Hungría después de batallas devastadoras como el sitio de Budapest. A medida que el Ejército Rojo avanzaba, las autoridades de ocupación iban creando las condiciones para que los partidos comunistas se hiciesen con el poder en la posguerra. Desde el suministro de alimentos y carbón hasta el asociacionismo, todo tendía a fortalecer a los comunistas y debilitar a sus adversarios. Para los polacos, los checoslovacos, los rumanos, los búlgaros, los albaneses y, naturalmente, los húngaros, la pretendida liberación encubrió, en realidad, un nuevo yugo impuesto sobre estos pueblos: el de los partidos comunistas al servicio de Moscú. Incluso en Yugoslavia, donde Tito trató de mantener cierta independencia, la influencia soviética fue abrumadora en los primeros años de la posguerra.
La sovietización de Hungría
En Hungría, la URSS impuso un régimen casi colonial. Si Stalin tuvo un alumno predilecto, ese fue Mátyás Rákosi (1892-1971), secretario general del Partido Húngaro de los Trabajadores. No sólo fue una marioneta política de Moscú, sino que, en su deseo de agradar a Stalin, impuso a su propio pueblo un régimen policial en que la tortura, los “juicios farsa” y la propaganda eran moneda común. Encarceló o mató a sus opositores. Con la ayuda de tipos tan siniestros como Erno Gerö (1898-1980), que había sido agente de la Komintern en la Guerra Civil Española, y de Gábor Péter (1906-1993), jefe de la terrible Autoridad de Protección del Estado (ÁVH), la policía política comunista, Rákosi gobernó mediante el terror, la delación y la propaganda. En las oficinas y fábricas, la jornada empezaba con la lectura pública de “Un pueblo libre”, el periódico oficial del partido comunista. Los precios subían y los salarios bajaban, pero en 1956 era peligrosísimo protestar. El sentido del humor húngaro, siempre certero e irónico, alumbró un chiste anónimo en torno a los titulares triunfalistas: «Otro golpe mortal al imperialismo y moriremos todos de hambre». Los intentos de convertir un país agrícola como Hungría en una potencia siderúrgica produjeron incalculables daños económicos, sociales y ambientales. El campo quedó arrasado.
Sin embargo, no era tan fácil asfixiar a los húngaros. El país, devastado por la guerra, tenía sin embargo una notable intelectualidad, un entramado asociativo y sindical tupido y un elevado sentido del patriotismo y la dignidad nacional. Era un pueblo oprimido, pero no derrotado. La clase media, en trance de desaparecer, recordaba el caos de la República Popular de Hungría (1918-1919) de Béla Kun, fundador del partido comunista húngaro en 1918. La influencia soviética —habría que decir, más bien, injerencia— generaba descontento incluso entre muchos comunistas. Radio Free Europe y otras terminales propagandísticas estadounidenses alentaban a la sublevación y daban a entender que Occidente acudiría en auxilio de los revolucionarios.
Todo comenzó un día de otoño, el 23 de octubre de 1956. Desde hacía ocho años, Rákosi gobernaba gracias al apoyo soviético, cuyas tropas garantizaban el orden y la estabilidad al servicio de Moscú. Desde días atrás había un evidente descontento por la situación económica y política. Yuri Andropov, a la sazón embajador de la URSS en Hungría, venía advirtiendo de la crisis que se avecinaba. Aquel martes de octubre había convocada una manifestación que, siguiendo la estela de protestas en Polonia unos meses antes, daría rostro y voz a esa indignación acumulada. Huelga decir el peligro que esto suponía para quienes participasen en ella.
El germen
Sin embargo, esa manifestación fue la chispa que prendió la mecha. Por la tarde, en torno a la estatua del general Bem (1794-1850), héroe nacional de Hungría y Polonia, se reunieron unos 20.000 manifestantes. El presidente del sindicato de escritores leyó un discurso en clave patriótica. Los asistentes empezaron a arrancar los escudos comunistas de las banderas. Todo se aceleró en unas horas. Para las nueve y media de la noche, ya eran 200 000 los que se habían echado a las calles y se agrupaban en torno al Parlamento. Las banderas agujereadas eran ya el símbolo de la revolución. Imre Nagy (1896-1958), un comunista de la primera hora caído en desgracia en 1955 por las intrigas de Rákosi, lideraba una revolución que, en realidad, nadie dirigía por completo.
Entonces, los soviéticos sacaron los tanques a las calles. Fue un error.
Hay dos Budapest que conviven misteriosamente. Una es la ciudad de los bulevares y las avenidas, los parques y los espacios abiertos sobre el Danubio, las alturas de Buda y los cafés de Pest. Otra es el laberinto de patios interiores, callejones, pasadizos y recovecos que se esconde tras esas fachadas majestuosas. La primera deslumbra al viajero. La segunda lo desconcierta y lo encierra. En la primera, los carros de combate soviéticos podían abrir fuego y maniobrar. En la segunda, quedaban atrapados entre muros. Los húngaros respondieron a las ametralladoras y los cañones con granadas de mano y bombas incendiarias desde las alturas, las ventanas y los portales. Dirigidos por Pál Maléter, el altísimo comandante militar de la revolución, aquellos manifestantes que, en sus vidas cotidianas, eran contables, fresadores o abogados, libraron una lucha de guerrilla urbana que puso en fuga a los soviéticos. Hubo tipos como János Szabó, apodado “El tío”, que se hicieron célebres como cazadores de tanques. El 28 de octubre los soviéticos abandonaron Budapest.
Aquellos días, poco más de una semana, estalló la libertad por las calles. Se anunciaron reformas para implantar un sistema pluripartidista. Se abolió la ÁVH. Nagy prometió un movimiento democrático de masas. Se suspendieron las exigencias de producción que los soviéticos habían impuesto y consejos de trabajadores se hicieron cargo de las fábricas que, hasta entonces, controlaban gestores políticos al servicio de Moscú. Se decretó la libertad de los presos políticos, que eran miles. La liberación del cardenal Mindszenty fue un símbolo del nuevo orden que la revolución auguraba. La prensa hervía de editoriales, artículos de opinión y propuestas. Budapest era, de nuevo, la ciudad de la modernidad vibrante, de las vanguardias y de la creación.
La cara B
Sin embargo, todo era un espejismo. En el este de Hungría y en la frontera soviética, el Ejército Rojo esperaba instrucciones del Kremlin para sofocar la revolución. Jánosz Kádár (1912-1989), líder comunista que se había unido a Nagy, se cambió la chaqueta, voló en secreto a Moscú y se puso a las órdenes de Jruschov. La nueva Hungría comunista requería un nuevo líder y ahí estaba Kádár para lo que hiciera falta. Los soviéticos lo pondrían en el poder y él reconduciría las cosas. Así fue. El 4 de noviembre el Ejército Rojo marchó sobre Budapest.
¿Y dónde estaban los Estados Unidos y sus aliados europeos? En realidad, hubo muchas declaraciones de apoyo, pero nadie envió armas. España ofreció ayuda militar, pero no tuvo el apoyo logístico necesario para hacer llegar armamento a los húngaros. Todos temían una guerra con la URSS. Jruschov, que acababa de acceder al poder, estaba demostrando cómo se las gastaban los soviéticos cuando había que emplear la fuerza. Radio Free Europe continuó radiando proclamas y mensajes, pero los revolucionarios húngaros se quedaron solos; mejor dicho, los dejaron solos.
La represión que siguió nos daría para otra columna. A Imre Nagy, Pál Maléter, János Szabó y otros líderes los ejecutaron después de unos “juicios farsa” en que no tenían posibilidad alguna de salir absueltos.
La grandeza y la tragedia de la Revolución Húngara de 1956 radicó, precisamente, en ese heroísmo de la gente corriente, en esa dignidad inquebrantable, en ese deseo de justicia social que representaba la patria libre de injerencias. El paso del tiempo ha hecho que apenas quede nadie que protagonizase aquellos acontecimientos, pero los demócratas de toda Europa tenemos un deber de memoria hacia estos húngaros a los que Europa misma dejó solos. Estos días de octubre y noviembre deberían ser los días de la memoria anticomunista y del compromiso democrático. Tendríamos que celebrar mesas redondas, conferencias y exposiciones desde Tallin hasta Melilla. Habría que proyectar en las universidades, colegios e institutos películas como la magnífica Szabadság, szerelem (2006), dirigida por Krisztina Goda que se comercializó internacionalmente con el título Children of Glory. Podrían incluso izarse banderas húngaras con un agujero en medio como aquellas que simbolizaron la libertad. Deberíamos, en fin, recordar el ejemplo de coraje y sacrificio de aquellos días esperanzados de 1956.