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El príncipe Carlos mantuvo durante sus años como heredero el rol de pasar desapercibido. Parece como si la popularidad de la reina Isabel II y la de los duques de Cambridge le hubieran empujado a quedarse siempre en un segundo lugar. Se había especulado incluso sobre si abdicaría directamente en Guillermo al fallecer su madre. Quizá su cara bobalicona, la historia de Diana y el romance con Camila ayudaran a definirlo como personaje secundario.

Es cierto que también ha mantenido su puesto entre los hombres más elegantes del mundo. Sus trajes cruzados, la elección exquisita de corbatas y pañuelos, la naturalidad con la que lleva aguja en el ojal han estado siempre de acuerdo con un estilo propio, entre lo clásico y el juego, sin caer nunca en excentricidades demasiado horteras. Y podría parecer que pecamos de frivolidad con estos comentarios, pero es verdad que en cómo el ya rey Carlos entiende su armario se entrevé su manera de percibir la vida. Ha defendido desde joven la relevancia de la tradición, el brillo de la belleza atemporal y la importancia de cuidar la naturaleza. Consecuente con ello, promueve el lema de «compra bien y solo una vez», según el cual apuesta por la calidad y no le importa volver a llevar el chaqué que ya llevaba hace unas décadas, o llevar remendado un jersey, o cambiadas las suelas de unos zapatos ya arrugados. Usa, por ilustrarlo con un ejemplo particular, solamente dos abrigos —uno camel y uno de tweed—, los mismos desde hace treinta y cinco años.

La preocupación por lo sagrado

Su interés por la medicina natural y su apuesta por el ecologismo nacen de su aprecio por los tesoros de la naturaleza, su armonía y orden perfecto. Y, sobre todo, de la percepción del hombre como parte del mundo natural y no como ajeno a él. Se aleja un poco de las manifestaciones y protestas simbólicas —ha mostrado su comprensión hacia el enfado y la frustración del movimiento ecologista, pero considera que la queja sin acciones concretas es vana—. Carlos III señala como uno de los males de nuestro tiempo el haber dejado de entender la armonía del mundo como un todo. La sobre especialización, la vasta información a golpe de un clic, los datos inacabables nos condenan. «Hemos perdido el rumbo porque ya no vemos con claridad el camino, y así lo hemos olvidado. Un mundo de partes ha reemplazado a un mundo de totalidad. Un mundo de separación ha reemplazado a un mundo de conexiones y enlaces. Lo secular ha dejado de lado lo sagrado».

La expresión de la belleza

Es subrayable el interés del rey Carlos por la arquitectura y el urbanismo. Su preocupación por evitar que el país desaparezca bajo «un mar de fealdad» le ha llevado a escribir y dar conferencias a favor de lo bello y de una edificación dotada de la medida humana.  Famoso es el comentario que soltó sin medio reparo ante la propuesta de ampliación de la Galería Nacional cuando dijo que era como «un monstruoso absceso en la cara de un buen y elegante amigo». No obstante, sus aportaciones no han sido sólo de palabra. El mayor exponente de poner por obra su pensamiento es el proyecto en Poundbury que inició a principios de los noventa y que hoy testifica que sus ideas acerca de un urbanismo favorable a la comunidad, a los ritmos naturales del ser humano, sostenible y hermoso no eran descabelladas. Hablaba sobre ello hace un tiempo Mario Crespo aquí.

Por otro lado, en 2005 fundó la School of Traditional Arts en Londres con el objetivo de perpetuar las artes tradicionales mediante el estudio de la historia y la naturaleza de las artes antiguas como la pintura al óleo, los azulejos de cerámica, el tallado en madera y la marquetería, las vidrieras, las joyas, los frescos y las técnicas tradicionales de construcción de muebles y edificios.

Entender el mundo y el hombre como parte de un todo no puede separarse de la realidad espiritual del ser humano. Abrazar nuestra esencia espiritual es clave para poder dar fruto. Y en eso cree Carlos III que se equivoca el modernismo, en haber cortado con lo trascendente. «Las enseñanzas de los tradicionalistas no deben interpretarse para nada en el sentido de que buscan, por así decirlo, repetir el pasado o simplemente establecer una distinción entre presente y pasado. No es nostalgia por el pasado, sino un anhelo por lo sagrado».