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De la película Alcarràs (Carla Simón, 2022) se ha hablado ya muchísimo. Llego tarde, que es lo que me gusta y mi forma de llegar. Hace tiempo que la película ganó el Oso de Oro de la Berlinale, nada menos. Representará a España en los Óscar, lo que nos ha dado otra oportunidad a los rezagados, y ojalá podamos seguir hablando de ellas, si ganase.

Hay unas claras confluencias, que hemos puesto por escrito en otras ocasiones, con el espíritu del libro Feria de Ana Iris Simón, y también con el del libro Niños apocalípticos de José María Contreras, que pertenece a esta hornada, aunque quizá por su catolicismo confeso haya pasado más desapercibido, a pesar de su extraordinaria calidad literaria y de su confluencia generacional y temática con el asunto de moda. Volviendo al cine, la película de Carla Simón coincide con Cinco lobitos de Alauda Ruíz de Azúa; y —fuera de nuestras fronteras— con Minari y con Hillbilly, una elegía rural. Cada cual con su personalidad, todas estas obras dan un paso al frente en defensa de la familia y de los modos de vida rurales y/o tradicionales, sin hipismos, con crudo realismo y sentido del  humor y una más o menos disimulada mirada nostálgica hacia al pasado, pero sin rendirse a las remembranzas, queriendo sostener el pálpito. Todo esto, como digo, se ha dicho ya.

La crítica sutil

También se ha destacado la osadía de Carla Simón, que hace un discurso contracorriente en varios de los temas más sensibles del momento. De sopetón, la Memoria Democrática. La historia arranca cuando la familia Solé está a punto de perder los extensos terrenos de melocotoneros que cultivan. Estos terrenos no son suyos, sino cedidos por una familia rica del pueblo, los Pinyol, cuyo abuelo fue salvado de ser fusilado por la República sólo gracias a que los bisabuelos de la familia Solé lo escondieron muy bien. O sea, que hubo ejecuciones salvajes en la zona roja, reconoce la película, como si tal cosa. Es verdad que ahora, el actual propietario quiere revertir la cesión, pero —calcúlese— 86 años de feliz usufructo después.

No acaba ahí la rebeldía de Carla Simón. El motivo para acabar con los cultivos es… la subvencionada energía verde. Van a desarraigar (magnífica metáfora) los frutales (otro símbolo) para poner placas solares, imagen de la devastación. Ahí queda eso, además de un regodeo en el agua de los regadíos, usada a lo extensivo, con provocación.

De fondo, la belleza

Sólo contra el espíritu de la época y con valor no se consigue una obra de arte. Hace falta la belleza y aquí Carla Simón ha alcanzado el mayor mérito de esta película. Ha hecho algo prodigioso que quizá pueda pasarnos muy desapercibido, al contrario de todo lo que he venido exponiendo. Y que, sin embargo, es lo más trascendente.

La cámara de Alcarràs es capaz de captar la contrahecha belleza de la incómoda comarca. La cacofonía de la frase anterior es a sabiendas, porque, en principio, el paisaje es bastante feo: árido, plano, polvoriento. Los melocotoneros son raquíticos. No son encinas, desde luego, ni robles ni pinos marítimos ni abetos de montaña. Pero la mirada amorosa de los personajes lo va elevando todo y mitificando. Es una metamorfosis asombrosa que trae a la memoria la advertencia de Chesterton: «Los romanos no amaban Roma porque fuese grande, sino que fue grande porque los romanos la amaban».

Y esa varita mágica del amor se derrama también por la vida familiar, en principio anodina. El retrato del matrimonio protagonista parece que va a ser el de una pareja rutinaria, poco cariñosa, nada romántica, desfondada, y resulta que… son así; pero se percibe el amor, que es mucho más que melindres y romanticismos. Similar prodigio nimba la figura del abuelo, que no aparece como un gran patriarca, pero se engrandece a ojos vistas. Unas canciones infantiles, tradicionales, en un bellísimo catalán, vaso de agua clara, adquieren perfiles de cantar de gesta.

Me he guardado para el final mi belleza preferida. La jovencísima actriz Xenia Roset, que interpreta a Mariona, la hija. Borda su papel. Con su simpatía, su adolescencia sin melindres, su bondad, despliega frente a la cámara un atractivo que no tiene que seguir al pie de la letra ni los cánones de belleza ni las sofisticaciones de la moda urbana. Mucho menos se regodea en el feísmo, eso ni un segundo. Es una adolescente de pueblo, de familia, tranquila; y bellísima tal cual es.

El peso de la estética es evidente. Hace innecesario el moralismo al que habría tenido que recurrir un narrador menos dotado que Carla Simón. Aquí no nos tienen que explicar —¡no lo hacen!— ni el desarraigo ni la melancolía porque lo sentimos nosotros viendo la belleza extraña, inesperada y honda que está a punto de perderse. He leído algunas críticas que echan de menos más desgarro sentimental, más tensión narrativa y más temple moral. Quizá no han entendido la delicadeza de seda (como piel de melocotón) que va a rasgarse por dentro. Y las levísimas contraposiciones: la marihuana frente al melocotón; la discoteca del pueblo frente a la verbena del pueblo, la especulación de las solares frente a la reivindicación profesional de los agricultores, etc. Todo muy leve y muy hondo. Qué bien que Carla Simón lo haya hecho así.