Solo hay una época del año que haya dado lugar a un género literario propio: desde el pistoletazo inicial de Dickens, el cuento de Navidad ha sido abordado por muchos grandes autores desde muy diversos enfoques, más o menos ortodoxos. En los relatos navideños suele haber fantasmas —reales o figurados— y milagros, regalos que transforman y destellos inesperados de bondad. La única limitación del género es que está terminante prohibido usar el cinismo. Este año, el cuento de Navidad de Mario Crespo se titula El bigote del zar Nicolás II. Aquí puede leer el del año pasado, titulado La chica que conocía a James Stewart.
En cuanto lo vi, supe que era uno de esos objetos —como el halcón maltés de la historia de Hammet, la maqueta de barco de El secreto del Unicornio o la estatuilla de El hombre de Río— que, si los miras por demasiados segundos, te sumergen de un empujón en una aventura que no estás del todo seguro de querer vivir. Objetos codiciados, fascinantes, llenos de aristas y de secretos, perseguidos por tipos peligrosos que matarían por conseguirlos sin pestañear. O no sé, supongo que pensé todo eso porque siempre he sido muy peliculero y tengo la cabeza llena de fantasías, que siempre me lo ha dicho todo el mundo, menos Belén, porque a ella le hacía gracia. Y Belén, por cierto, fue quien lo vio primero.
Era una mañana de invierno con sol y con frío, demasiado temprano. Paseábamos por el Rastro de Madrid con las manos en los bolsillos. Habíamos dormido poco, nos queríamos mucho y yo tenía el vago afán de comprar algo, de llenar nuestra casa con un objeto que no sirviera para nada –diré, en mi descargo, que por aquel entonces nadie sabía aún quién era Marie Kondo—, salvo para recordarnos para siempre a aquellos días.
Ella me señaló —qué bonitas las manos, por cierto—, en el suelo, entre un par de tazas de porcelana y una máquina de escribir Underwood, un pequeño busto del zar Nicolás II. La luz, casi polar, le sacaba destellos al bigote de bronce.
Llevaba cinco medallas sobre el pecho, cruzado también por una banda corrugada —qué gusto pasar la yema del dedo por ella—, y las charreteras estaban tan logradas que casi parecían bailar sobre los hombros. Cuando lo alcé en mi palma me di cuenta de que tenía una sombra de duda en la mirada, como si adivinara su amargo destino.
Nos saludó con voz ronca un vendedor muy corpulento, con manazas de jugador de básquet y una mata de rizos despeinados.
—Pueden preguntar, ¿eh? Para eso estamos.
Desde un transistor apoyado en el umbral de la tienda, sobre una torre de libros, el locutor recitaba los precios de los productos agrícolas.
—¿En cuánto está esto?
Belén chistó y dijo que no, que me callara, que iba a ser su regalo de Navidad, y me hizo alejarme unos metros, calle abajo, para que ella pudiera negociar con el gigantón. Me apreté la bufanda, fingí interés en un pequeño tapiz con tema de caza y luego revolví una caja de películas. Cuando se acercó, llevaba en la mano un bulto envuelto en papel de estraza y le brillaban los ojos.
—Para ti —me lo ofreció—, para nosotros.
Nos llevamos al zar a casa, le sacamos brillo con agua y bicarbonato y lo colocamos en el segundo estante, junto a la ventana, delante de mis novelas de espías y debajo de una pequeña maceta con un cactus. Nos quedamos mirándolo por un rato, en silencio: nunca habíamos tenido nada tan bellamente inútil.
Inventamos mil historias sobre el origen de la escultura, no todas verosímiles. Se la había traído en la maleta una condesa exiliada que vivió en París, tuvo luego un oscuro papel en la ocupación alemana y acabó viviendo en la España de Franco, donde se ganaba el pan como profesora de piano. O la había sacado de Rusia un estudiante en un compartimento secreto recortado entre las páginas de uno de los tomos de Das Kapital. O se la regaló, en un pueblo de las orillas del lago Ilmen, una viejita a un voluntario de la División Azul. O había formado parte del attrezzo del rodaje de Doctor Zhivago.
Algunas noches, antes de dormir, brindábamos ante el emperador con dos copas de vodka helado, medio en broma, medio en serio. Belén aprendió a preparar strogonof y blinis con recetas de YouTube. Leímos juntos a Turgenev y a Dostoievski y a Chejov y fantaseamos con ahorrar para hacer un viaje en el Transiberiano. Un domingo entramos en la sorprendente catedral ortodoxa de Hortaleza, con sus cúpulas doradas, y escuchamos con respeto las recitaciones a media voz en eslavo eclesiástico.
El bigote del zar —áspero y solemne, medio milímetro de relieve sobre la barba, con los extremos afilados como dos plumines—nos vio ser felices durante más de año y medio. Nos lo llevamos a las Landas y a Menorca, pasó carnaval en una casa rural del Pirineo y fue testigo de una discusión bastante tormentosa entre mi suegra y mi cuñado. Se enteró de mi aumento de sueldo y del problema del niño de Rosa y Manuel. En el aeropuerto de Buenos Aires tuvimos una discusión de quince minutos con un oscuro agente de aduanas que no entendía que lleváramos aquel armatoste en la maleta.
—¿El último zar, decís? Ya. ¿Que los acompaña a todas partes, decís? —decía, y se rascaba la barbilla—. ¿Acaso me tomás por boludo, amigo?
Fuimos sabiendo muchas cosas de Nicolás II. Que era tímido y caballeroso, más amigo de la vida castrense que de la palaciega, aficionado al teatro y a la navegación. Que su matrimonio fue feliz y su política exterior no tanto. Etcétera. Pero supongo que todo eso no importa mucho para contar esta historia.
Una tarde, poco antes de que Belén cambiara de trabajo, creí ver a un par de sospechosos merodeando la casa, deteniéndose unos segundos más de lo normal frente a nuestra ventana, y le dije a ella que teníamos que huir con el zar, y aquella noche terminamos, improvisadamente y sin maletas, en un tren hacia Sevilla, jugando a ser Cary Grant y Eva Marie Saint, pero sin coche cama.
—No nos fiemos del revisor —ella se rio levantando la ceja—. Tiene pinta de bolchevique.
Nuestras bromas privadas se rusificaron y se romanovizaron. A nuestro piso de Blasco de Garay lo bautizamos como el Palacio de Alejandro, y el chat de nuestro grupo de amigos comunes pasó a llamarse El Ejército Blanco, todo cubierto como por una capa densa de nieve.
Ya muy en serio, sin una pizca de broma, nos decíamos de vez en cuando que aquello, lo de la noche triste de Ekaterimburgo, había sido una de las grandes canalladas de la historia. Pero en eso estamos todos de acuerdo, ¿no?
Cuando las cosas se complicaron, Nikolái Aleksándrovich Románov acabó en la caja de mis trastos, sin necesidad de discusiones, y estuvo un tiempo sin salir de ahí, en mi nuevo piso, condenado a no ver más que la triste pared de cartón.
No sé por qué extraño impulso lo saqué una mañana, le limpié el polvo y lo metí en el bolsillo del abrigo. Era otra vez invierno, casi Navidad, y entré en el metro.
Lo elegí rápido. El tipo más aburrido que un fabricante de tipos aburridos podría diseñar. Camisa de un azul indefinido, gafas grandes, calvicie algo disimulada. Entre los cuarenta y los cincuenta. Iba sentado en el vagón con aire somnoliento, a pocos centímetros de un maletín de tela oscura.
El tren corría, línea uno, entre Valdeacederas y Tetuán, o entre Estrecho o Alvarado, o por ahí, ruidoso y muy iluminado. Me senté cerca de él, con el maletín como frontera.
—Disculpe, señor. Buenos días.
Me miró con recelo. Se nos clavaron un par de miradas indiscretas.
—Quizás le parezca un poco raro –bajé la voz—. Me gustaría darle esto. Es un busto del zar Nicolás II.
—Pero qué dices, tío…
Se negó a cogerlo. Estaría pensando que menudo chalado, imagino, o que era un busto-bomba, o que estaba lleno de cocaína, o que yo quería captarlo para una nueva secta zarista, o yo qué sé. Supongo que yo tampoco tenía el mejor aspecto posible aquella mañana, y eso no ayudaba.
—Por favor —dije—. Es un regalo de Navidad. Y yo ya no puedo tenerlo.
—Pero si yo… ¡Espera, espera, eh!
Lo dejé en el asiento y salí corriendo del vagón.
Mientras el tren empezaba a moverse, llegué a tiempo de ver cómo levantaba la estatuilla para ponerla a la altura de sus ojos, con genuina curiosidad, como pensando, o eso quise creer, que tenía en la mano uno de esos objetos que, si los miras por demasiados segundos, te sumergen de un empujón en una aventura que no estás del todo seguro de querer vivir.
¿Qué habrá sido de Belén? ¿Dónde estarán Nicolás II y su bigote de bronce? Ya no vivo en Madrid y hace siglos que no voy al Rastro, y todavía no he pisado San Petersburgo, y ahora no están las cosas como para hacer turismo por allí, precisamente. Solo sé, y por eso me he acordado ahora de esa historia, que de todos los regalos de Navidad que he hecho nunca ninguno ha sido más sincero y desinteresado, y realmente espero que el busto, si es que no ha cambiado ya de manos, esté haciendo tan feliz a su nuevo dueño como me hizo a mí.
Seguramente él no sepa que, segundos antes de ser fusilado por unos bandidos la noche del 16 de julio de 1918, las últimas palabras del zar, atónito y cansado, fueron, simplemente, “¿qué, qué?”