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En la maravillosa entrevista que Gonzalo Altozano le hace a José Luis Garci en Tipos de vuelta (Ediciones Monóculo, 2021), el galardonado pero no por eso menos sabio director afirma, al hablar del boxeo: “A mí me ha gustado siempre. ¿Deporte? No lo llamaría así. Es, de alguna manera, la lucha por la vida”. Una lucha en la que palabras como honor, respeto o tradición, que parecen haberse perdido en la noche de los tiempos o estar destinadas al vertedero de la Historia, todavía importan.

John Sholto Douglas

Aunque el boxeo, con las reglas y disposiciones que conocemos, es un fenómeno relativamente moderno, nada cuesta presumir que el combate a puño limpio entre seres humanos se remonta, al menos, a los tiempos en que los cavernícolas discutían por una ración de suculento mamut. Al margen del hecho prehistórico, rastros y evidencias de prácticas pugilísticas pueden advertirse en relieves sumerios del año 3.000 antes de Cristo; en un fresco minoico del año 1.650 antes de Cristo se observa, insólitamente, el uso de guantes (que no serían incorporados al boxeo profesional hasta comienzos del siglo XX).

El paso del tiempo convirtió el alegre intercambio de puñetazos en un deporte con derechos, obligaciones y garantías, estatus que se le debe a John Sholto Douglas, IX Marqués de Queensberry (1844-1900), ideólogo de un auténtico “estatuto del boxeo” (compuesto por doce reglas) cuya importancia llega hasta nuestros días.

Pelotón de campeones

Una historia del boxeo como deporte, completa y documentada, excedería por mucho el espacio de estas páginas. Sin embargo, conviene detenerse en nuestra acomplejada España que, como en tantos otros temas, tiene algunos detalles interesantes que exhibir al respecto.

Cuenta la leyenda que, a finales del siglo XIX, un marinero mahonés aprendió a boxear durante su desempeño laboral en un buque inglés. El fenómeno corrió como reguero de pólvora y, algunos años después, el profesor Bergé instaló la primera academia de boxeo en Barcelona: concretamente, en la zona de La Barceloneta. Queda por analizar el eterno vínculo entre boxeo y vida marinera, pero lo importante es que el noble deporte de los puños creció y se desarrolló fructíferamente en nuestro país, llegando a cumbres de popularidad (sobre todo, en las décadas de los ’60 y ’70) comparables, por qué no, al fútbol o al baloncesto.

Para comenzar, conviene recordar que España contó con doce campeones mundiales de boxeo. Aunque nombrar a algunos pocos es injusto, entre ellos podemos destacar por mérito propio a Baltasar Belenguer Hervás, Sangchili, el primero en ostentar un título mundial (1935); José Legrá, El Puma de Baracoa, nacido en esa ciudad cubana en 1943, uno de los iconos deportivos del franquismo y campeón peso pluma en 1968 y 1972; Pedro Carrasco (1943-2001), boxeador elegante y atildado, campeón de peso ligero en 1971 para luego devenir esposo de Rocío Jurado y protagonista de los programas del corazón; Pedro Perico Fernández (1952-2016), campeón también de peso ligero entre 1974 y 1975 y, más hacia nuestra época, Javier Castillejo, El Lince de Parla, quizá la última aparición fulgurante del boxeo español, campeón de la categoría superwélter en 1999 y peso medio en 2006.

Paulino Uzcudun, «El Toro vasco»

Palabras aparte merecen los “campeones sin corona”, auténticos ídolos populares y fenómenos de masas como José Manuel Ibar Azpiazu, Urtain o El Tigre de Cestona (1943-1992), deportista vasco (especialista en disciplinas tradicionales de fuerza) devenido boxeador. Campeón de Europa de los pesos pesados en 1970 (y en un Palacio de los Deportes de Madrid abarrotado), enfrentó a los grandes de su época, como el argentino Gregorio Peralta, el uruguayo Alfredo Evangelista o el británico Henry Cooper (con quien perdería la corona). Después de una carrera jalonada por los logros deportivos y los excesos (que llegó a inspirar, incluso, una obra de teatro), acabó con su vida, pobre y olvidado por muchos, lanzándose al vacío desde una terraza madrileña en la calle de Fermín Caballero. Caso similar, aunque anterior en el tiempo, fue el de Paulino Uzcudun (1899-1985), también vasco (Euskadi ha dado y sigue dando grandes boxeadores, cabe aclarar) y tres veces campeón de Europa en la primera mitad del siglo XX. Rival habitual de colosos del ring como el estadounidense Max Baer, el alemán Max Schmeling, el italiano Primo Carnera e, incluso, El Bombardero de Detroit, Joe Louis, Uzcudun recibió muchas críticas por su desempeño como artillero del Requeté en el frente de Irún durante la Guerra Civil. Murió, también pobre y también olvidado, víctima de una progresiva demencia senil.

Queda claro que el boxeo se convirtió en un deporte popular para los españoles hacia mediados del siglo XX. Sin embargo, el paso del tiempo y, como dijimos al principio, la decadencia de ciertos valores clásicos, contribuyeron al desinterés y a un cierto “dejar de lado” al deporte de los puños. Como muestra del ostracismo al que se sometió al boxeo desde los medios masivos de comunicación, a finales de los ’70 quedaron patentes dos datos: Televisión Española no emitió ninguna velada de boxeo (excepto durante la gestión de Pilar Miró) y el diario El País, en su Libro de Estilo de 1977, declaraba que “El periódico no publica informaciones sobre la competición boxística, salvo las que den cuenta de accidentes sufridos por los púgiles o (que) reflejen el sórdido mundo (sic) de esta actividad”.

Memorias de un cuadrilátero

Como la tauromaquia, el fútbol o el automovilismo, en nuestro país también el boxeo fue objeto de atención por parte de diversos artistas. En este sentido es imposible dejar de mencionar ese curioso y potente filme que es Juguetes rotos (1966), del enorme Manuel Summers. Concebido como un documental sobre famosos olvidados, descartados por una sociedad que con ellos se divirtió, cuenta con la presencia del ya nombrado Paulino Uzcudun, José Durán Pérez y algunos más. Summers repetiría en el mundo de los puños (y la decadencia de sus ídolos) tres años después, con Urtain, el rey de la selva… o así. Entre las películas que tratan del boxeo, aunque de manera ficcional, es necesario recordar El Tigre de Chamberí (Pedro Luis Ramírez, 1957, con José Luis Ozores y Tony Leblanc), así como Young Sánchez (Mario Camus, 1964,  basada en un relato de Ignacio Aldecoa) y El marinero de los puños de oro (Rafael Gil, 1968), protagonizada por el propio Pedro Carrasco. El ya citado José Luis Garci se ocupó de insertar escenas de combates pugilísticos en su saga de El crack. En cuanto a la literatura, cabe apuntar La noche de Andrés Bosch (Premio Planeta 1959), y merecido homenaje merece David Gistau con su Golpes bajos. Como dato de color, el célebre Joaquín Sabina aparece caracterizado como boxeador en la portada de su disco Dímelo en la calle. Disco, por cierto, presentado en el cuadrilátero de un gimnasio madrileño. En cuanto al arte gráfico, podemos recordar a Pacho Dinamita, boxeador de origen vasco (como tantos otros púgiles de nuestro país) cuyas aventuras se relataban en la revista de tebeos del mismo nombre, publicada por la editorial Maga entre 1951 y 1958.

Un caso excepcional es el de Mear sangre (Autsaider Cómics), la reeditada e inasible autobiografía de José Luis Dum Dum Pacheco, púgil legendario con una vida violenta, vidriosa, intensa. Escrito como un relato brutal y descarnado en primera persona, Mear sangre entra en la categoría de impublicable (por políticamente incorrecto) en pleno siglo XXI. El fresco de una España prostibularia, pendenciera y penitenciaria: una España que ya no es y que probablemente no vuelva a ser. Su rescate se debe a esa notable editorial.

En la entrevista citada al principio de estas líneas, José Luis Garci apunta que el boxeo, que goza de mucha popularidad en “Estados Unidos, Alemania e Inglaterra” (como ejemplo, afirma, “cien mil personas” acuden a Wembley para “ver una pelea”) ha perdido el interés de los españoles al compás de la consolidación de ideas pretendidamente progresistas. En España, concluye Garci, “se está haciendo demasiado light”. No seamos tan pesimistas: en este instante, algún joven español se sube al ring para practicar algunos uppercuts, algunos jabs o algunos directos, porque el boxeo es, en definitiva, una forma de entender la vida. Confusa para estas épocas frívolas y efímeras. Cargada de valores incomprensibles para nuestros tiempos. Créanme: merece la pena subirse al cuadrilátero.