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Con gran agrado observo y sigo en la distancia y en la medida de mis posibilidades la tormenta tolkieniana por los dos primeros capítulos de Los anillos de Poder, la precuela de El señor de los anillos. Estoy aprendiendo mucho. En realidad, es lo que tengo que hacer. Si me atrevo a empuñar mi pluma es para apuntar unas aclaraciones sobre los comentarios que voy leyendo.

Hay distintos niveles de crítica, que no llegan a ser estancos, pero sí deberían ser bastante autónomos; y que aquí se están presentando demasiado juntos y revueltos, apresurando una condena que tendría que venir por partes o, al menos, sin confundir dimensiones. Conviene tener en cuenta estos niveles en cualquier crítica, pero todavía más para una adaptación. No podemos confundir la fidelidad al espíritu de la obra original con la fidelidad al cuerpo de esa obra y, finalmente, hay que ver los valores intrínsecos de la adaptación.

Escena de la serie La casa del Dragón

¿Es infiel la serie al espíritu de Tolkien? Confieso por adelantado que este pecado sería el más grave. El pecado contra el espíritu no se puede perdonar. No se perpetra. Se dice con alegre frecuencia que las comparaciones son odiosas, y puede ser, sobre todo para el que sale perdiendo, pero son necesarias. En este caso, viene de suyo comparar Los anillos del poder con La casa del dragón. Ambas series son precuelas, ambas basadas en libros, ambas gozan de numerosos seguidores y ambas, para colmo, compiten por la primacía en la parrilla. Lo interesante es que las aventuras de los Siete Reinos y las aventuras en la Tierra Media son como el agua y el aceite. En el mundo de J. R. R. Tolkien se enfrentan el bien y el mal, con un trasfondo indudablemente religioso, aunque siempre —también en los libros originales— se evitan los dominios de una cómoda alegoría cristiana. En el mundo de George R. R. Martin, que tiene una deuda evidente y muy superficial con Tolkien, el bien y el mal apenas existen. La partida se juega entre las ambiciones por el poder; y, en las lecturas más generosas, en los problemas de la legitimidad; y en las más críticas en exhibiciones de violencia.

Un temor compartido…

El espíritu, al menos por lo que hemos visto hasta ahora, no se traiciona en Los anillos del poder. Desde el principio, Galadriel nos remite a la bondad y a la aspiración a lo alto. Estamos en un mundo de vocaciones heroicas, a veces traicionadas, a veces buscadas tenazmente entre las sombras. Gracias a lo cual, la serie puede acoger un lirismo que funciona (por ahora a medias), como en el episodio de las luciérnagas y las estrellas. Y cabe en ella la intimidad de los seres pequeños. En muchos fotogramas se procura retratar la belleza, por ejemplo, de las ciudades, mientras que las urbes de la precuela de Juego de tronos sólo tratan de impresionarnos con su magnificencia. La épica que se impuso involuntariamente en las últimas temporadas de Juego de tronos es cantada en El señor de los anillos desde el primer momento. Aquí la poesía tiene un lugar primordial, ya lo ha tenido en las dos primeras entregas de la nueva serie, donde Elrond compone un poema.

Existía un riesgo real de que se adulterase el espíritu de Tolkien, tan contrario al de estos tiempos; pero en principio, por ahora, no, a pesar de los peores augurios y las presiones del mundo. Se ha forzado la diversidad racial de los personajes, pero ni siquiera a alguien tan alérgico como yo al buenismo eso le parece que interfiera con lo esencial. Hay un margen de libertad para los actores que no vulnera la clásica y básica suspensión de la increencia, como tampoco lo hizo cuando Anthony Quinn hizo de jeque o cuando Elizabeth Taylor de faraona egipcia. El protagonismo femenino tampoco ha devenido en un alegato feminista.

Otro negociado son los fallos materiales de exactitud. Los lectores fervorosos de Tolkien están siendo implacables con ellos, y nosotros, los menos aplicados y los menos memoriosos, lo agradecemos porque aprendemos. Aunque quizá estén cayendo en la paradoja del bilingüe. ¿La conocen? Viene a cuento porque una adaptación cinematográfica es una traducción a un lenguaje distinto del literario. La paradoja es que aquél que habla perfectamente dos lenguas jamás considera que ninguna traducción esté bien hecha. Siempre denuncia un matiz que se ha perdido al pasar de una lengua a otra. Naturalmente tiene razón, salvo en ignorar que la traducción no se hizo para él, sino para quien se perdería mucho más de no tener, al menos, esa versión en una lengua que sí conoce. Verdad que el hecho de que la traducción perfecta no exista no exime de tratar de hacerla buena ni de que puedan ser regulares o malas, y entonces haya que criticarlas. Pero se gana muy poco señalando sin cesar, detalle a detalle, que es una traducción, porque ya sabemos de sobra que lo es. Si cumple el requisito de la fidelidad al espíritu del que hablábamos antes, se pueden perdonar entonces muchos deslices, elipsis y lapsus.

…y una esperanza que pervive

Otra cosa es que lo que divierta en realidad sea ir señalando inexactitudes, aunque eso ya no es ver la serie, sino jugar a los siete errores. Hay prestigiosos precedentes. La reina Isabel veía Downton Abbey —dicen— con una libretilla para ir apuntando anacronismos y despistes. Pienso que es más interesante ir al trasfondo de la cuestión, que es lo que intenté yo entonces. Reconociendo que, cuando el grado de inexactitudes e infidelidades sea muy elevado, interferirá fatalmente en la calidad de la adaptación hasta arruinarla. ¿Se ha alcanzado ese grado con Los anillos del poder? Diría que, salvo que uno se estudie los admirables hilos de los expertos, no, o todavía no. Mientras tanto, esas divergencias serán un motivo más para acudir a la obra original de Tolkien, como quien aprende una lengua para leer en su idioma al autor que le apasiona. No cabe un efecto más benéfico.

Hay un tercer nivel de crítica: la más propiamente cinematográfica. ¿Fluye la historia? ¿Son creíbles los personajes y las situaciones? ¿El nivel de interpretación es aceptable? Incluso sin entrar en los susodichos hilos, algunos errores de ritmo y de verosimilitud no se me han escapado ni a mí, que en los dos primeros capítulos estaba más preocupado por el espíritu. Hay un arranque lento, que explica, más allá de lo de competir con Juego de tronos, la idea de estrenar a la vez dos capítulos. Resultaba imprescindible para coger carrerilla. ¿Dará el salto? Habrá que verlo. Pero por ahora se puede decir de la serie que se ha ganado el derecho a que sigamos atentos. O sea, el habeas corpus: no está condenada, tenemos que juzgarla. ¡Galadriel, todo está en tus manos!