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A primera vista, lo más sorprendente de la vida del doctor Takashi Pablo Nagai (1908-1951) es la esperanza con la que continuó sus días después de que en 1945 la bomba atómica lanzada sobre Nagasaki redujera su vida entera a escombros. Absorto en un misterioso dolor, miraría entre lágrimas los restos carbonizados de su querida mujer, Midori, de la mano del rosario que yacía fundido entre las cenizas de su mano. Su casa, sus amigos, sus libros, sus papeles, su querido barrio de Urakami y su catedral, llena de fieles, todo, pasto del fuego nuclear.

Fat Man, la bomba nuclear lanzada sobre Nagasaki, tenía un núcleo de plutonio-239, pesaba 4,67 toneladas y tenía una potencia de 22 kilotones de TNT. A las 11:02 del 9 de agosto de 1945 estalló sobre el cielo de la ciudad, acabando con la vida de unas 80.000 personas, especialmente en el norte de la ciudad, donde se encontraba Urakami. Tenía como antecesora a la bomba de la Prueba Trinity del Proyecto Manhattan, que conocerán bien aquellos que hayan visto Oppenheimer, de Christopher Nolan. Podría decirse que las vidas del físico estadounidense y el médico japonés se desarrollaron en paralelo, separados por el Pacífico en aquel mundo de la primera mitad del siglo XX, dedicando sus esfuerzos a investigar las entrañas de la materia, convergiendo en un paradójico destino común.

En el final de El Viento y el León (John Milius, 1975) uno de los personajes se lamenta ante el protagonista: «Lo hemos perdido todo. Todo se lo ha llevado el viento, como dijiste», a lo que éste le responde: «¿No hay una sola cosa en tu vida por la que valga la pena perderlo todo?». Takashi Nagai lo encontró, pero quizás no cobró plena conciencia de ello hasta verse totalmente despojado, revelado ya lo esencial. Aquel día fue como el momento de una gran epopeya en que los pasos ya son de regreso a casa, a Dios, junto a Midori, con los ojos fijos en lo imperecedero, en Lo que no muere nunca (título de la autobiografía de Nagai, recientemente editada por Ediciones Encuentro): «El tiempo pasa, el espacio se desvanece, los seres vivos mueren, pero nosotros tenemos que vivir la vida de modo que permanezca lo que no perece, lo que no muere». No obstante, su condición de superviviente de la bomba atómica no es ni mucho menos lo más constitutivo de su persona.

Las inquietudes de Takashi Nagai

De padre médico, Takashi Nagai nace y se cría en Izumo, entonces región rural de la prefectura de Shimane, a finales de la era Meiji, la época de apertura y modernización de Japón. En casa recibe una tradición conformada por elementos sintoístas, budistas y confucianistas, además de estar enraizado en ascendencia samurái.

Siendo todavía adolescente lo mandaron a estudiar a la capital de la prefectura, Matsue, abandonando la calma de la vida campestre (Paul Glynn recuerda en su célebre Réquiem por Nagasaki este refrán japonés: «al hijo que amas le has de mandar de viaje; el precio del apegamiento familiar es la inmadurez»). Corrieron los años y el joven estudiante, entusiasmado por las luces de la razón y de la ciencia, culminó con éxito su examen de acceso a la universidad, decantándose por una opción nada evidente, la escuela de medicina de Nagasaki.

A esta fe en el progreso y en las fuerzas del hombre para transformar el mundo se le unía una sensibilidad por la poesía y la cultura de su pueblo. Lo simbolizaba más que nada la colección Manyōshū y los haikus de Basho, expresiones de lo genuinamente japonés. La austeridad y sugerencia en su síntesis, en su esencialidad y en su belleza, es una imagen que se corresponde con la identidad del propio Takashi, que por aquel entonces –comenzó sus estudios universitarios en 1928– «se ganó cierta fama por ser capaz de beber más saké que ningún otro de su clase», cuenta Glynn.

Escribiría años más tarde, tras la hecatombe:

«Deberíamos hacer que nuestras vidas fuesen poesías haiku. Ya trabajes duro en una fábrica ruidosa, bregues en un barco de pesca, o luches por sobrevivir en una tienda deslucida. Hay gente que ha escrito poemas haiku inspirada en situaciones tan prosaicas como esas. Y nosotros, si de verdad queremos, podemos convertir cualquier tarea, las 24 horas de cada día, en un poema. Desde luego, primero tenemos que tener un alma que sea seria y luminosa al mismo tiempo. Tenemos que ver más allá de la superficie de las cosas, buscar la belleza escondida de todo y descubrir las cosas gloriosas que nos rodean. Así cada día se hace un poema haiku.

Hay gente que hace su trabajo porque tiene que hacerlo. Hacen la tarea, pero, en cuanto a libertad y alegría se refiere, pagan un gran precio. Los niños, por otra parte, juegan sus juegos con todo su ser porque conocen la libertad y la alegría. ¿Y no nos dijo alguien que teníamos que hacernos como niños?».

La primera vez que Takashi empezó a conocer a ese alguien que nos dijo que teníamos que hacernos como niños fue de la mano de Blaise Pascal. Su interés por él nace al escuchar su conocida cita en una clase de literatura: «el hombre es una caña que piensa». Cursando los estudios universitarios terminará por hacerse con un ejemplar de sus Pensamientos, que comienza a leer volviendo en barco del entierro de su madre, fallecida tras un ataque de apoplejía el 29 de marzo de 1930:

«Mi madre, en su última mirada penetrante, derribó la estructura ideológica que yo había construido. Esta mujer que me trajo al mundo y me crió, esta mujer que nunca había dejado de amarme… en los últimos momentos de su vida ¡me habló con claridad a mí! Sus ojos hablaron a los míos tajantemente, diciéndome: “Tu madre ahora se va con la muerte pero su espíritu vivo estará junto a su pequeño Takashi”. A mí, que estaba seguro que no había tal cosa llamada espíritu, se me decía ahora lo contrario. ¡Y no podía sino creerlo! Los ojos de mi madre me decían que el espíritu humano vive después de la muerte. Todo esto fue una intuición, una intuición cargada de convicción».

El gran científico Pascal venía a reírse de la fe absoluta en la razón y, a la vez, a mostrarse asombrosamente comprometido con la razón. Habla del conocimiento del corazón, de nuestra miseria como la de los reyes desposeídos, de una fe que es don de Dios y que no puede sino pedirse de rodillas. En una reciente exhortación apostólica, el Papa Francisco reconoce en Pascal «una actitud de fondo, que […] llamaría “asombrada apertura a la realidad”. Apertura a otras dimensiones del conocimiento y de la existencia, apertura a los demás, apertura a la sociedad». Años más tarde, el propio Takashi destacaba de sus maestros, como el francés, una idea similar y es que eran «hombres libres que miraron la creación con humildad y comprensión». Una actitud frente al mundo que le permitió dejar esta herencia a sus hijos: «Ser pobre en espíritu y puro en el corazón puede que no os dé mucho dinero, pero os dará algo más precioso todavía: paz en el alma».

Tras la muerte de su madre, comenzó para él un momento vital de gran zozobra, de muchas lecturas y la pregunta siempre latente del sentido de la vida. De Pascal recibe la invitación de apostar por la existencia de Dios y la certeza descarada de que es Cristo quien resuelve la paradoja de la grandeza y la miseria de los hombres. El todavía estudiante de medicina hizo lo más coherente y racional, un experimento: buscar una familia católica en la que residir como estudiante.

A finales de 1931 su vida cambiaría para siempre –Japón acababa de invadir Manchuria, donde sería destinado–; se encontraba en el barrio de Urakami, frente a la casa de los Moriyama, los padres de Midori, su futura mujer. Aquella familia vivía de la buena nueva que trajo consigo san Francisco Javier hacía casi cuatrocientos años, en la fiesta de la Asunción de la Virgen. Era una tierra regada por la sangre de los mártires, como el jesuita san Pablo Miki y la humillación, la persecución y el exilio, que padecieron testigos como el daimyō y beato, Justo Takayama Ukon, «samurái de Cristo», y generaciones de cristianos ocultos, especialmente en Nagasaki.

La fe cristiana fue perseguida porque se juzgaba como una amenaza para la unidad nacional. Así fue desde los tiempos de Hideyoshi –quien condenara a muerte a los veintiséis mártires de Nagasaki–, como en todo el shogunato Tokugawa. En contraposición al sintoísta, aquellos que profesaban la fe de Cristo eran mirados como agentes de la injerencia externa, occidental: era la religión del enemigo y, por ende, anti japonesa.

En 1934, Takashi Nagai fue recibido en la Iglesia Católica tomando el nombre de Pablo del mártir jesuita, y se unió en matrimonio con Midori Marina Moriyama.

Midori y la vocación de Takashi

La radiación ionizante es el «flujo de partículas o fotones con suficiente energía para producir ionizaciones en las moléculas que atraviesa» (así la define el Diccionario de la Real Academia Española). Como es sabido, se emplea en medicina para obtener las radiografías, que hoy nos parecen indispensables para examinar el cuerpo humano y hacer diagnósticos, así como para tratamientos de enfermedades, como el cáncer. La radiología era una rama de la medicina aún por explotar en el Japón de los años treinta. Takashi entregaría la vida por este campo en el que sería un auténtico pionero. Era conocedor de los riesgos que implicaba estar expuesto a la radiación y, sin embargo, ya como médico durante la Segunda Guerra Mundial, sobrepasó los límites de exposición para poder servir a sus pacientes y alumnos. Casado y con hijos, recibió un diagnóstico de leucemia mieloide crónica y una esperanza de vida de tres años.

«Miró la máquina de rayos X que pronto acabaría con su vida. Eran las radiaciones que salían de ese armatoste lo que lo estaba matando. Hacía esta reflexión pero, sorprendentemente, no había odio en su corazón, sino más bien un profundo sentimiento de ternura. Ese instrumento había sido su amigo durante muchos años. Sin él no habría podido hacer nada de todo aquello por lo que había trabajado. Había sido esa máquina la que había dado vida a los artículos científicos que había publicado y gracias a ese artefacto muchos estudiantes habían podido aprender y el mismo […] había podido obtener una gran experiencia. Pero más allá de todo ello, ese instrumento había permitido a decenas de miles de pacientes recibir los tratamientos adecuados y salvar la vida en el momento más crítico».

Tenía que volver a casa y darle la noticia a su mujer. Podemos imaginar la tristeza, el remordimiento y el sentimiento de derrota, egoísmo y debilidad que correría por las venas del doctor Nagai. La primera reacción de Midori fue encender una vela en el altar familiar y ponerse de rodillas frente al crucifijo centenario de su familia. «Dijimos antes de casarnos, y antes de que te fueras a China la segunda vez, que si nuestras vidas las gastamos por la gloria de Dios la vida y la muerte son preciosas. Tú has dado todo lo que tenías por un trabajo que era muy importante. Era por Su gloria». Esta inesperada respuesta de Midori fue una liberación para Takashi. Así lo relata él mismo, que volvía al trabajo «como un hombre nuevo. Su aceptación completa de la tragedia, y su negativa a oír hablar de culpa, ¡me habían liberado!».

Esa libertad de la que gozaba Takashi nace de la fe y la confianza que le permitió acoger la muerte tan próxima de su mujer y la destrucción de su pueblo, hasta el punto de reconocer en Nagasaki una víctima providencial ofrecida en holocausto por la paz.