Junto a La sociedad de la nieve, de Juan Antonio Bayona, la otra sensación del cine europeo en esta temporada es la alemana Sala de profesores, dirigida por Ilker Çatak, y protagonizada por una espléndida Leonie Benesch. Trata de una joven profesora de secundaria, Carla Novak, que en su primer semestre tiene que hacer frente a una serie de robos en el centro; y el ladrón podría ser algún chico de su tutoría. Todo se complica.
Siendo una historia sobre mi gremio profesional me cabe la duda de si mi entusiasmo se deberá a que habla de cuestiones que me afectan muy de cerca y a que retrata ambientes que he vivido en primera línea hasta sus últimas consecuencias. Mi experiencia, sin embargo, me recuerda que la enseñanza interesa a casi todo el mundo, en parte porque todos pasaron por ella en sus días, en parte, porque reconocen la importancia vertebradora para la sociedad del mañana y, en tercera parte, porque está en una gravísima crisis. A menudo, cuando salimos a cenar con varios amigos percibo más interés en las cosas de mi profesión, anécdotas incluidas, que en las de los financieros o los ingenieros de la reunión. Sala de profesores merece esa atención generosa de mis amigos y conocidos, aunque no trabajen en Educación.
El ambiente de un instituto público está perfectamente captado. Si La sociedad de la nieve filma en toda su magnificencia el paisaje de Los Andes, Sala de profesores es capaz de transmitir la tensión y la distensión del aire –como una respiración– de un instituto. Como los amigos marinos de guerra que me comentaban detalles muy concretos de las películas de barcos o como un piloto naval que me habló maravillas de Top Gun, ahora podría ser yo el que baje a los detalles. Todo está reflejado con una extrema exactitud. Y más: el director ha comprendido la belleza rara que tiene un IES. Una belleza en metamorfosis, además, pues se muestra tanto en sus salas atestadas y en sus pasillos superpoblados como en el edificio vacío y monacalmente tranquilo de las horas no lectivas. El juego que dan las ventanas hay que verlo. La ducha escocesa entre el ruido de los cambios de clases y el silencio de acabar las clases; y el milagro de la palabra en equilibrio cuando la clase funciona.… El título, por tanto, está muy bien puesto, en cuanto que resalta uno de los puntos fuertes de la película, que se mueve en los espacios del IES como pez por el agua. También las relaciones entre los profesores, con sus divergencias y su solidaridad, son protagonistas. La cámara y la trama se centran en Carla Nowak pero la «película profunda», digamos, va sobre las relaciones entre –perdón por la palabra– la comunidad educativa, incluyendo a los padres y al personal no docente.
Claro que por el camino tienen tiempo de filmar (de nuevo muy bien) el triple trabajo que supone dar una clase: hay un temario que hay que desarrollar, hay un ambiente de trabajo que hay mantener y hay unas personalidades diversas que hay que cuidar. Conseguir el malabarismo de mantener en el aire esas tres bolas al borde de tanto ay es muy complejo, pero Sala de profesores lo logra. Ya tengo más dudas sobre si se ha hecho queriendo o no, pero la película es una crítica latente muy poderosa a las buenas intenciones y, en última instancia, al utopismo. Varios de los problemas que se producen nacen de eso. Desde los pequeños errores a los más graves. He leído reseñas que idealizan a la idealista Novak, entrando en bucle en una redundancia que un director tan inteligente como Ilker Çatak no se permitiría nunca. La profesora protagonista está continuamente poniendo en cuestión todas las jerarquías (desde la originaria de los padres, a los que no informa, hasta la delegada de los jefes de estudio, a los que no consulta). Con un gran idealismo, eso sí. No pone partes de conducta evidentes en su clase. Cuando se plantea el problema central, también decide solucionarlo por su cuenta y riesgo, a su manera, sin contar con la dirección del centro. No se dice en ningún momento, pero hay una vanidad muy bien escondida debajo de sus buenas intenciones; y viceversa, retroalimentándose. ¿Es un tic del gremio? No sólo ha sabido retratar los pasillos de un IES, sino los pasillos atestados o solitarios del alma profesoral.Tampoco los compañeros más partidarios de la realpolitik salen demasiado bien parados, aunque la crítica que se les hace es más superficial. Sin dar tanta prioridad a las buenas intenciones y a los buenos sentimientos, también los tienen, y aciertan al detectar casi instintivamente un desdén insolidario por parte de Carla. Estas sutilezas piden cine fórum. Sería una película para analizar por un claustro de profesores con tiempo por delante.
No acaban ahí los grandes temas. ¿No se siente cierto ahogo ante una ética cerrada de imperativos kantianos? De lo que no tengo duda es de la opresión de ida y vuelta que la tan cacareada «tolerancia cero» vuelca sobre todos. Al final, más que tolerancia cero es tolerancia cerco. Ahí hay otro debate, por si decae el del compañerismo o nos atrevemos a levantar el vuelo filosófico y el velo políticamente correcto.
Son tantos los temas tan planteados que se presentan tan irresolubles que el brillante director opta por evitar el final. Porque es imposible. La educación no puede reducirse a fórmula y, siendo un arte, exige una sensibilidad especial para dar con salidas nunca definitivas y jamás extrapolables. La película acaba dejándonos en el aire, a pulso, un mensaje inacabado, esto es, una llamada a la acción y a la reflexión. La ventaja es que así es imposible que yo haga, como acostumbro, un spoiler. No podría revelar un final que no existe. Sólo estoy seguro de que mañana temprano habrá clases.