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Los lectores de Centinela ya saben que este fin de semana se estrenó la película Vencer o morir (Paul Mignot y Vincent Mottez, Francia, 2023), que cuenta las aventuras del noble Athanase Charette de la Contrie en la rebelión contrarrevolucionaria de La Vendée. Hemos esperado esta película con un interés rayano en la ansiedad. Ya está entre nosotros. Ya la he visto. ¿Qué me ha parecido?

Como película, no funciona. No sólo desaprovecha las muy atractivas tramas intermedias de los personajes secundarios, como esa aristócrata guerrera, Marie-Adélaïde de la Rochefoucauld, tan desdibujada para nuestra desdicha, sino que tampoco termina de afinar los perfiles de su muy atractivo protagonista. Su vida conyugal ni se mienta, su vida sentimental queda en la penumbra, su vida interior en su interior y sus tácticas guerreras, que hasta Napoleón admiró, en los alrededores.

La actriz Dorcas Coppin en el papel de Marie-Adélaïde de la Rochefoucauld.

Hay un libro titulado Le Chevalier Charette – Roi de la Vendée, d’aprés des documents inédits, de autoría de Gilbert Charette, que yo he conocido gracias a Saúl Castiblanco, que recoge un puñado de anécdotas magníficas del líder contrarrevolucionario. Sólo con rodarlas, el contorno del personaje habría ganado hondura y simpatía. Recojo algunas:

En los combates era de una bravura incomparable, «insolente» decían sus adversarios. Se lanzaba con tal fuego en lo más arduo de la batalla, que se diría que él buscaba la muerte o se creía invulnerable.

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Era de una resistencia increíble a la fatiga, no se cansaba nunca. «Todos sus oficiales sucesivamente cayeron enfermos y se retiraron para buscar reposo –escribía uno de ellos–; él nunca lo tuvo que hacer», salvo en una ocasión en que cayó herido.

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Durante las marchas penosas, en el barro y bajo las lluvias heladas, hacía subir por turnos a los hombres más fatigados sobre su caballo y él caminaba a pie, sosteniendo alegres conversaciones con unos y con otros para hacerles olvidar sus miserias.

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¡Y qué bien sabe hablar a sus hombres! Sus arengas comienzan siempre así: «Mis amigos» o «mis camaradas», pues este aristócrata, tan orgulloso con sus iguales y sus superiores, sabe ser familiar con estos humildes.

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Un día de hambruna, viendo a uno de ellos morder un pedazo de pan, le coge la mitad diciendo: «¡Eres muy osado al comer sin invitar a tu general!» A otro, le arranca su pipa, da algunas bocanadas, se la devuelve: «¡Puahh, ¡tu tabaco sí que es malo! Ten, coge del mío, es mejor».

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«Yo quiero que la alegría reine en el lugar donde estoy», acostumbraba a decir. Y reinaba efectivamente, en bailes y banquetes en los cuales los soldados tomaban parte.

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Un día, su cocinero venía de colocar ante él un soberbio pavo dorado en su punto y desprendiendo su aroma. «¿Hay para todos?», pregunta él. «Oh, no mi general». «Bien, lléveselo a los heridos», le responde.

Cuando las lees, recuerdas que en la película hay pálidos reflejos de estas anécdotas tan categóricas, pero que desapercibidos para quien nos las conoce previamente. También necesitarían los espectadores haber leído antes esa maravilla que es Una familia de bandidos en 1793, de María de Sainte-Hèrmine. Describe la guerra de La Vendée con más viveza que la película, que también flaquea en las escenas de acción. ¡Cuánto se podría haber aprendido de la película Braveheart y hasta de Cristiada! Tampoco se saca todo el partido cinematográfico a la fe y al catolicismo, aunque quedan nítidos. Quizá el monarquismo sí esté mejor defendido en la trama. Un último lamento: el paisaje. El espectador no siente La Vendée como se siente, por ejemplo, Escocia en Braveheart. Siendo la historia de unos arraigados al terruño, habría sido de agradecer una fotografía más espectacular y ambiciosa.

En general, hay un peso excesivo del estilo documental (y tal vez de la película Juana de Arco, de Luc Besson). Vincent Mottez confiesa a la revista Misión: «Provengo del mundo del documental, pero creo que mi falta de experiencia en el cine paradójicamente nos ha ayudado para no tener miedo a intentar cosas que parecían imposibles». Les habrá ayudado, pero también les ha pesado. Todavía más explícito, el actor principal, Hugo Becker nos da la explicación definitiva: «La película nació como docuficción. Al principio del principio se planteó así, pero según íbamos grabándola, nos dimos cuenta de que teníamos algo muy grande entre las manos. […] esa implicación brutal nos animó a superar el docuficción».

¿Quiere decir esto que desaconsejo ir al cine? En absoluto. Si aviso de ese defecto es para que una primera decepción superficial no enturbie tantas excelencias como la cinta conlleva. Primero, la historia en sí. Comentaba Jorge Luis Borges que, en un viaje a Nueva York, asistió a una representación de Macbeth que era muy torpe. No importó porque «el genio de Shakespeare se abrió camino». La epopeya de La Vendée se abre camino. Imposible no estremecerse ante la firmeza de la fe y su defensa de aquellos hombres y mujeres, pueblo y nobles, bajo el signo del Sagrado Corazón. «La guerra de la Vendée es una herida convertida en gloria» es la cita de Víctor Hugo que encabeza la película y que la película convierte en realidad.

Pero no es sólo la historia que se cuenta. La película en sí también tiene valor. «El coraje no es suficiente», dice en un momento dado Charette de la Contrie, pero hay un hilo argumental que parece casi un correlato objetivo del hecho artístico. Cuando el noble vendeano se da cuenta de que no puede ganar la gran guerra, se organiza para dar una guerra de guerrillas. No sé si los guionistas se dieron cuenta de que se les escapaba la gran película y se refugiaron en los golpes de genio. Consciente o inconscientemente, es lo que sucede. En la película hay muchas frases redondas, emocionantes, épicas, profundas sobre el honor, la fe y el valor. Hacen una guerra de guerrillas artística. Con tanto éxito, que lamenté mucho no haberme llevado a la sesión un cuaderno para tomar apuntes.

Charette nunca se despojó de la pluma blanca de su sombrero, a pesar de que eso lo hacía reconocible por el enemigo. El subtema de la elegancia está apuntado en la película, aunque podría haberse adornado más, que falta nos hace. Esa pluma del sombrero recuerda uno de los mejores cuentos de Léon Bloy: «La misa de campaña». Y si Charette dice que su honor se salva por la pluma de su sombrero («Sin ella, ¿qué sería de nosotros?»), yo añadiría que la película lo hace por la pluma de los guionistas.

¿Acaban aquí los aciertos? No. Queda el mejor y, además, el más importante. La película narra unos hechos del pasado, pero actúa sobre unos hechos del presente y se proyecta al futuro. Y aquí sí que lo tienen claro todos. Charette dice a quien acusa a su lucha de vieja: «Nosotros somos la juventud del mundo». A sus soldados les grita: «Juntos somos eternos». A los espectadores nos interpela: «Quizá la historia empieza ahora». Para todos: «Esta llama no se apagará nunca». Más: «La lucha sigue». El aristócrata tiene un explícito interés en que su historia se conozca y pide que se cante y que se cuente. Eso han hecho los productores de esta película, conscientes de que el ejemplo moverá nuestros corazones. Lo hace.