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El otro día me volvía a leer el artículo Hombres elegantes, de Esperanza Ruíz. Lo recogen los señores del Monóculo en Whiskas, Satisfyer y Lexatin, por si quieren hacerse con un ejemplar —cosa que es altamente aconsejable como cura a determinados males de los tiempos modernos—.

Hombres elegantes es un artículo que vale sus caracteres en oro, que habla sobre las cosas que merece la pena leer y que dice algo así como que —cito de memoria—un hombre elegante busca «conservar rasgos de un pasado que, para él, desaparece angustiosamente rápido». Pues la cosa es que yo, propenso al ensimismamiento, me quedé pensando bastante en ello porque esto de los Tiempos más civilizados que les vengo proponiendo desde el mes pasado es un poco eso, que o el tiempo va demasiado rápido, o nosotros vamos demasiado lentos o que qué estamos haciendo con nuestro mundo dejando atrás todas aquellas cosas que se hacían tan bien.

El respeto que se esfumó

Y es que siento verdadera nostalgia cuando en el cine o en la televisión veo lo bien vestida que iba la gente antes. La verdad es que era una cosa así, generalizada, ya fueses capitán de navío, dependiente en unos ultramarinos u oficial en una carpintería. La cosa, creo yo, guarda un poco de relación con tener respeto al mundo, quiero decir, a todo el mundo, empezando por el respeto a uno mismo. Y es que ahora, en esta sociedad del «si el chaval quiere ser youtuber, déjalo» y del «tengo derecho a» se nos ha olvidado aquella enseñanza del «amaos los unos a los otros» en su vertiente del «respetándoos los unos a los otros». Y una parte importante de ese respeto es el propio cuidado de la imagen personal, transferible y sobre todo transmisible. Porque ir correctamente ataviado nos hace a todos la vida más agradable. Les decía en el episodio pasado de esta colección de artículos que cuando uno toma y mira una fotografía, una de esas de cuando reinaba Carolo —como diría mi abuela—, se engaña un poco pensando que los que ahí aparecen son protagonistas, antagonistas y secundarios de una película. Pues bien, en nuestras vidas también hay escenas, momentos, en las hay que poner mucha atención —y más ahora en verano—, porque nuestra actuación, creo, se ha visto manifiestamente desmejorada con los tiempos: la escena es la de nosotros en los aeropuertos o, más bien, nosotros y los aeropuertos. Vamos, lo de viajar en avión.

El deber de comportarse en los aeropuertos

Lo que está claro es que viajar en avión ya no es lo que era. No piensen con ello que yo esté en contra de los vuelos comerciales baratos o de la popularización del avión como medio de transporte. Nada más lejos de mi intención, soy pobre, como todo hijo de vecino. Lo de una correcta vestimenta se debe aplicar a cualquier medio de transporte sea aéreo, marítimo o terrestre. Nunca he usado un Blablacar pero no creo que haya mucha diferencia. Hago sencilla referencia a los aeropuertos porque da mucho más juego cinematográfico y literario, como podría darse también con los caídos en desgracia coches-cama de los trenes, pero esa quizá sea otra historia. La cosa es que cualquiera que se meta en un aeropuerto hoy en día ve que aquello dista muchísimo —ya no mucho— de ser elegante. Que si las flipflop de uno, que si el otro en gorra y gafas de sol. No sigo. De todo menos elegante. Y antes eso no era así. Antes existía una generosidad hasta en el diseño del continente, es decir, del propio aeropuerto. Así, por ejemplo, uno no tiene más que buscar los diseños de Eero Saarinen para la Terminal TWA del JFK de Nueva York, o pensar que si uno viajaba en el Concorde, que supuso la entrada de la humanidad en la era de la utopía y acercó el futuro a aquel presente —qué maravilla de la aviación—, y despegaba desde Nueva York, era recibido en una sala de espera exclusiva diseñada por Conran and Partners y decorada con los mejores muebles del siglo XX: sillas del matrimonio Charles y Ray Eames y lámparas de la Bauhaus. Y para comprender todo esto uno sólo tiene que imaginarse aterrizando en Europa, en la sala de llegadas del aeropuerto de Roissy, en París, amueblada con las sillas de Le Corbusier. Tres horas y media de vuelo. Viajar con clase, no viajar en clase.

Ahora, claro, siempre nos quedará Mad Men o películas de época, de las buenas épocas, quiero decir, para recordarnos todo aquello. Y ustedes me dirán que claro, que era el Concorde, lejos de nuestra casa. Pero los diseños y cuidados que nos daba la aviación no eran tan lejanos a España como puede parecer. Air France utilizó muchos los modelos Constellation, que eran preciosos, para vuelos comerciales y nuestra Iberia tuvo en nómina los Caravelle, que llevaban rotulados los nombres de compositores españoles, como Albéniz, Granados o de Falla. El diseño no sólo se daba en los uniformes de las azafatas sino que el cuidado y mimo a las cosas era algo que se sentía a pie de calle. Uno, ahora, sólo tiene que pasearse por una casa de antigüedades o por El Rastro en domingo para encontrarse con que todo aquello era bien bonito. Basta con dar una vuelta por alguno de esos lugares para encontrarnos con ceniceros publicitarios de porcelana Martini o Cinzano, con los viejos aparatos de teléfono o viejas maletas Louis Vouitton como las que utiliza Audrey Hepburn en Charada. Si uno navega por YouTube y se pone los viejos programas se encontrará con que todo eso también estaba presente la televisión, con programas como los A fondo de Joaquín Soler Serrano, del que ya les he hablado, donde los invitados se sentaban en sillas Wassily de Breuer y echaban la ceniza de sus cigarros en preciosos ceniceros. Hasta el diseño de aquellas cabinas de Telefónica no tenían nada que envidiar a las rojas de Londres. Ya les digo, de película. De película patria.

Evitemos su desaparición

Yo sólo quería decirles que tenemos que ponernos un poco las pilas y tener mucho cuidado ahora en vacaciones. Que cuando vayamos a tomar el avión, vayamos bien vestidos, porque si todos nos preocupamos un poco mantendremos aquel carácter que hacía a la empresa preocuparse también por nosotros. Tenemos que tomarnos en serio, aunque suponga un esfuerzo viendo lo que se ve. Puede que, de nuevo, sólo sea la nostalgia la que impregna este artículo, pero caray, a mí me gusta que lo de coger el avión, aunque habitual, siga siendo una experiencia elegante y bonita. Porque a mí, llámenme romántico, subirme en una de esas maravillas de la ingeniería a las 8.35 de la mañana en Asturias y aparecer, una hora y media después, a mil kilómetros de distancia, con un acento, un tiempo, una gastronomía distintas y la sonrisa de mi novia esperándome sigue haciéndome sentir en una película de George Stevens o de Blake Edwards. Y creo que no cuesta tanto adecentarse un poco. Por el qué dirá quien tengas al lado en el asiento. Vamos, digo yo. A ver si conseguimos, entre todos, que ese pasado del que hablaba Esperanza desaparezca un poco menos rápido. Ya veremos.