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Ha pasado una semana desde que regresamos de Covadonga y el corazón sigue rebosante de agradecimiento. Ya curadas las ampollas, ya reposados los músculos doloridos, las emociones todavía continúan buscando una manera de asentarse, los recuerdos se agolpan en la cabeza sin demasiado orden, porque todos gritan que son memoria importante. Cuesta asimilar tanta bendición recibida en pocos días.

Hace un año hablábamos de la primera edición de Nuestra Señora de la Cristiandad – España, una peregrinación al Santuario de Covadonga desde Oviedo, durante tres días, en un recorrido de unos cien kilómetros, en la que se encomienda especialmente a España y al Santo Padre, y que tiene como aspecto fundamental la celebración de la Misa según la forma extraordinaria del rito romano. Terminábamos entonces el artículo mencionando la determinación de los participantes de doblar asistencia el próximo año. No se trata sólo de números – el triunfalismo estadístico no es evangélico–  pero se ha cumplido esa ilusión: esta segunda edición los peregrinos han sido más de mil.

Y esta vez he podido sumarme y vivir en primera persona lo que me contaron quienes asistieron a la pasada. Ha sido un enorme consuelo y una ducha tremenda de esperanza. Consuelo al sentir el apoyo fraterno de quienes procuran lo mismo que yo; esperanza, por una parte, al ver tanta gente buscando vivir la fe y, por otra, al palpar el gozo que se respira en un ambiente en el que el centro es Cristo.

La alegría del camino

La peregrinación arrancó el sábado, temprano, en la catedral de Oviedo. El arzobispo nos recibió para darnos su bendición, acompañada por unas palabras de ánimo y de exigencia paternal, y también una opinión significativa, amable y clara sobre quienes se sienten atraídos por la Misa tradicional. Tan a menudo acusados falsamente de querer ir en contra de la Iglesia, escuchar y sentir el afecto de monseñor Jesús Sanz Montes fue una enorme consolación. También lo fue la acogida en la basílica de Covadonga al terminar la peregrinación.

FUENTE: NUESTRA SEÑORA DE LA CRISTIANDAD

A pesar de que del norte esperábamos fresco, hizo un calor abrasador. A la llegada del segundo campamento, me sorprendí al darme cuenta de lo llamativa que resultaba la escena. Llegábamos agotados, con ampollas en los pies y dolor en las piernas, y con una alegría que rallaba el insulto. Una alegría vibrante y sincera, y con el buen humor de quien se esfuerza por hacer la vida más agradable a los que le rodean. Los asistentes han sido, como es lógico, una inspiración continua.

El porcentaje más alto eran jóvenes, llenos de vida y ganas, vacíos de complejos y buenismos. La amplia mayoría, interesados por crecer en su fe, acrisolar el amor por la tradición y llevar la Buena Nueva a todos. Varios, ajenos al rito extraordinario de la Misa. Algunos, en búsqueda de una fe que perdieron o nunca conocieron. Coincidí con un chico alejado del catolicismo que comentaba lo mucho que le tocaba y le atraía la claridad con la que allí la gente decía las cosas y defendía la doctrina sin medias tintas, frente a lo que en su experiencia había encontrado (una Iglesia en la que se negaba el mal, en la que valía todo).

La presencia de familias –caminaban un poco menos y hacían tramos en autobús– ha sido una de las joyas de la peregrinación. Emocionaba ver la naturalidad, nacida del ejemplo de los padres, con la que niños tan pequeños rezaban. Esos niños son el futuro de la Iglesia y verlos, una caricia esperanzadora. Conmueve participar del testimonio vivo de quienes se han confiado a la providencia en un sistema que parece diseñado para ir contra la familia.

Fue un auténtico regalo el ejemplo y la actitud de los sacerdotes que atendieron la peregrinación y que nos ha servido para recordar la dignidad de su ministerio. Se veía la gracia de Dios en su alegría permanente, cantando y animando durante el camino –en muchas ocasiones sin media queja por el calor pese a llevar puesta la sotana todo el rato–, su disponibilidad en todo momento, la facilidad en el trato, su entrega, la evidencia de que se sienten dichosos por su vocación y no la disimulan. Estoy segura de que su autenticidad habrá inspirado a muchos de los varones asistentes la inquietud de preguntarse si están llamados al sacerdocio.

Una tradición solemne

FUENTE: NUESTRA SEÑORA DE LA CRISTIANDAD

Otro rasgo destacable –probablemente el que más– era el cuidado en las misas de campaña. Uno espera, en medio del campo –nos han acostumbrado a ello–, una mesa cualquiera y unos vasos secundarios, una casulla indiferente, unas canciones improvisadas. No era el caso. El mimo de la organización y de los voluntarios al montar los altares, al elegir las vestimentas preciosas de los sacerdotes y diáconos, las velas, el incienso, el coro ensayado, todo tan de acuerdo con una celebración solemne. Todo tan impregnado de belleza, de lo sublime, de trascendencia. Como si en ese subrayar que el cuidado litúrgico no es tema baladí nos empujaran a darnos cuenta de la grandeza de lo que ocurre en la Santa Misa. Como si en ese cuidado visible se encerrara la verdad de que la eucaristía no es un añadido, sino que es, debe ser, centro y raíz de la vida de cualquier cristiano.

Como es de esperar en una peregrinación hacia un santuario mariano, María fue gran protagonista del fin de semana. Unos muchos kilómetros estuvieron acompasados por cánticos a la Virgen, rosarios y letanías. La conmoción general al cantar la Salve, al llegar a Covadonga, dejaba ver el cariño y la confianza con la que se acudía a Ella. Ojalá todos los asistentes nos acercáramos a Nuestra Señora a recibir de su mano la rosa que, como predicó Mons. González Chaves, deseaba entregarnos a cada uno. Ojalá los jóvenes hayamos tomado la rosa de la valentía y nos sacudamos la pereza pringosa de una sociedad que nos empuja al conformismo. Ojalá todos, impulsados por esta experiencia, nos decidamos, de una vez y para siempre, a dar la batalla espiritual con la seguridad firme de estar en bando ganador.