Merlín el encantador (en inglés: The Sword in the Stone) cumple 60 años en plena forma. Estrenada en un tiempo en que Occidente volvía a mirar con interés las leyendas artúricas, esta adaptación libre de una novela de T. H. White está llena de humor, encanto y sabias lecciones vitales. Seguramente no sea la más redonda de las producciones de Disney, ni en lo argumental ni en lo estético, pero merece más atención de la que recibe, sobre todo si la vemos como un manifiesto educativo contracultural.
Nacido en la India colonial británica -su padre era superintendente de policía en Bombay-, T. H. Withe fue un escritor brillante y un personaje fascinante, no necesariamente por ese orden. Vivía en una pequeña isla del Canal, pasaba largas temporadas de vida eremítica -dedicado a la caza y la pesca, casi sin trato humano-, y tenía intereses tan curiosamente variados como la cetrería, la ciencia ficción o los bestiarios medievales. Como habrán deducido, también le interesaban -es más: le apasionaban- las leyendas artúricas.
Se aproximó a ellas con actitud de erudito durante su estancia en el Queen’s College de Cambridge. Dedicó su tesis, en concreto, a la obra de Sir Thomas Malory, autor de la bellísima La muerte de Arturo. Años después, se propuso, medio en broma, medio en serio, llenar una laguna en sus narraciones de Malory: ¿qué pasó en la infancia de Arturo, mucho antes de que llegase al trono? ¿Qué hizo el héroe en sus «años oscuros»? Su respuesta, titulada La espada y la piedra, sería la primera de varias novelas dedicadas al tema.
Walt Disney se cruzó por primera vez con la historia en 1939, en los prolegómenos de la II Guerra Mundial, y corrió a comprar los derechos. Seguramente no imaginaba entonces que el resultado iba a tardar más de dos décadas en llegar, ni que aquella sería la última película cuyo estreno llegaría a ver con vida. No sabemos por qué el proyecto se quedó tanto tiempo en un cajón, aunque fue muy oportuno que la compañía lo rescatase precisamente a comienzos de la década de los sesenta, justo después del éxito de 101 dálmatas.
Camelot en la Guerra Fría
Aquellos eran tiempos artúricos. Tres años antes de que viera la luz la producción de Disney, se había estrenado en Broadway, con un éxito atronador, Camelot, una adaptación de las obras de T. H. White. Ese mismo año había llegado al trono -perdón, a la presidencia- John F. Kennedy, a quien le encantó, cuentan, el musical; parece que el Ciclo le había interesado ya de niño. Pero fue tras su asesinato -apenas un mes antes del estreno de The sword in the stone– cuando su viuda, Jacqueline Kennedy, se encargó de forjar el imperecedero mito de Camelot, que identificaba la presidencia de su esposo con el dorado reinado del héroe, y a ella misma, de rebote, con Ginebra. El presidente nunca había usado, al menos en público, tal referencia literaria.
Aclaremos algo: el Arturo que triunfó en aquellos años y dejó huella en la conciencia colectiva era, precisamente, el dibujado por White. Un personaje ligeramente diferente al de los mitos medievales y renacentistas, distinto del de Malory, y también del de Roger Lacelyn Greeen, otro camelotista contemporáneo. Un gobernante culto, sabio y templado, menos preocupado de librar batallas que de gobernar su reino. Un guerrero casi pacifista para los tiempos de la Guerra Fría. Un personaje con capacidad para el humor, que no se toma demasiado en serio a sí mismo. Para él, el Grial es más una metáfora que una obsesión.
Desde ese enfoque hay que aproximarse a la película de Disney. Dirigida por Bill Peet, uno de los clásicos de la compañía, en su guion hay más ética que épica, el conflicto es limitado y la narración es más bien episódica. Los gags funcionan, especialmente los basados en el humor anacrónico, que recuerda a los cómics de Astérix. Más incluso que la historia brillan los personajes, tanto los principales -Arturo, “Grillo”, y Merlín- como los secundarios –el mejor, sin duda, es el carismático búho Arquímedes-. Para alcanzar el nivel de las mejores obras de Disney, sin embargo, le falta un villano más temible: Madam Mim, una bruja tramposa y chalada, tiene poco peso en la trama, y el único momento en el que está cerca de dar miedo es la secuencia en la que se convierte en un dragón rosado.
Merlín el educador
Contra lo que uno podría esperar de una película inspirada en la Materia de Bretaña -grandes batallas, amores apasionados y traiciones alevosas-, esta es, sobre todo, la historia de una educación integral. Puestos a cambiar el título en inglés, que es mucho más preciso y lírico, podrían haberlo dejado en «Merlín el educador». Con sus facultades mágicas reducidas a unos simpáticos trucos, Merlín es ese profesor sabio, gruñón, despistado y de fondo bondadoso que todos nos hemos cruzado en nuestro paso por las aulas, aunque, al mismo tiempo, encarne la figura del preceptor de príncipes que tanto ha dado que hablar a lo largo de la historia.
Lejos de las propuestas pedagógicas en boga, el método de Merlín se basa en la autoridad y el esfuerzo. Propone a su discípulo seis horas de clases y dos de repaso al día, y en su exigente curriculum no faltan el latín -aunque sea chispeantemente macarrónico-, la geografía o la lengua. También hay tiempo para la educación sentimental, plasmada en un divertido episodio protagonizado por una ardilla pelirroja. Usa la magia para educar mejor -bueno, también para aliviar a su pupilo de tareas mecánicas y poco agradables como lavar los platos-. Le llena la cabeza de aspiraciones grandes y nobles, pero sin alejarse del realismo. Ofrece una educación elitista, en el mejor sentido. Sospecho, viendo su método, que el mago ha leído a Gregorio Luri.
Siguiendo con referentes españoles de hoy, le pido prestada la idea al gran Enrique García-Máiquez: la película es, sobre todo, una gran apología de la aristocracia de espíritu. El guion apenas se detiene en el linaje de Arturo, que se da por supuesto. Lo importante son su capacidad de superación, su astucia y su audacia. Llega a ser el mejor casi de rebote -me aguantaré el spoiler-, pero está claro que es el mejor, y así lo reconocen todos los caballeros del reino de Inglaterra, sin tentaciones igualadoras, al postrarse ante un chaval que les supera en cualidades.
Érase una vez un reino
Lo del reino, por cierto, tiene su importancia. Ya que estamos, resulta paradójico que la marca cultural que más ha hecho por vender al mundo el ideal estadounidense, tan profundamente republicano, haya contado tantas historias de reyes, reinas, princesas y príncipes y tan pocas de presidentes, senadores o CEOs de grandes empresas, como si su Consejo de Administración estuviera infiltrado por agentes de la Liga Monárquica. Sospecho que es porque esas historias conectan mejor con las intuiciones universales de niños y mayores, y este es un ejemplo perfecto.
Por cierto: el viejo Merlín, con su barba larga y sus anteojos, su manejo de la magia blanca y su gusto por las frases sentenciosas, ¿les recuerda a alguien? J. K. Rowling ha declarado que el personaje, tal y como lo describió White, fue una inspiración directa de su Dumbledore, y que Arturo es un «antepasado espiritual» de Harry Potter.
El sesenta aniversario de la película es una excusa estupenda para conocer la obra de White (Ático de los Libros ha editado recientemente El rey que fue y será, que une varias historias artúricas). O mejor todavía: para leer La muerte de Arturo, de Malory, una joya en dos tomos editada por Siruela. La producción de Disney no raya al nivel de esos clásicos, pero es creativa, divertida y contracultural -¡una apología de la educación exigente y del ideal caballeresco!-, virtudes suficientes para rescatarla del relativo olvido en el que se encuentra y para ponérsela en la pantalla a los Arturos del mañana.