Por tercer año consecutivo, nuestro colaborador Mario Crespo ha escrito un cuento de Navidad, una tradición tan propia de estas fechas como el belén, las tarjetas o los villancicos. Si se queda con ganas de más, puede leer el de 2021, La chica que conocía a James Stewart, o el del año pasado, El bigote del zar Nicolás II.
No puedes decir que vives en una ciudad hasta que has elegido una barbería. Bueno, en mi caso es una barbería; para otros será un bar, o un gimnasio, o un karaoke, o qué se yo: hay gente para todo. Un refugio al que vuelves por rutina, en el que puedes bajar la guardia por completo. En mi caso, repito, es una barbería. Ahora soy cliente de una en Argüelles -prefiero no dar el nombre, por si acaso-. En Milán, cuando estaba de Erasmus, fue la de Giulio; en Londres, una regentada por un turco en Highbury; en Singapur, una cerca del Raffles. Pero ahora, ya que me piden una historia navideña, hablaré de la de Buenos Aires.
Llegué a Argentina en julio, un poco a la carrera, y me propuse encontrar una barbería en poco tiempo. La primera en la que entré era un sitio de pijos -chetos, dicen allí- en Palermo Soho. Paredes de ladrillo, guantes de boxeo viejos y rock de fondo, y hasta una Play Station para jugar mientras esperabas, tomándote un vaso de whisky. El tipo que me atendió no tenía mala técnica. No volví porque todo me pareció demasiado artificial y porque el precio, a pesar del cambio ventajoso, era bastante caro.
Probé después con una muy estrecha, casi un pasillo, que quedaba cerca de mi casa. La atendía un venezolano amable y callado. Buen intento, pero le faltaba algo: tenía, creo, un aire demasiado provisional, daba la sensación de que cualquier tarde pasarías por allí y te encontrarías el local cerrado, y yo buscaba una relación estable con mi barbero. A la tercera tampoco fue la vencida: entré en una demasiado aséptica, con mucha luz, casi un quirófano, como si en vez de afeitarme fueran a sacarme el apéndice.
Llevaba ya un par de semanas en la búsqueda cuando entré en el local de Julián. Era sábado por la mañana, hacía frío y yo estaba dando un paseo por Congreso.
Sonó la campanilla y me recibió levantando la vista del periódico. El local tenía lo justo de iluminación, mucha madera, un par de posters dedicados por futbolistas, una torre de revistas, unos veinticinco grados de temperatura y un olor profundo y dulzón, a jabón y a talco. Empezamos bien, me dije.
-César -me presenté, y le di la mano.
-Un paisano, mirá vos -me cazó al instante, supuse que por la ce-. Yo nací en Asturias, pero aquí, ya sabés, somos todos gallegos.
Me fijé entonces en una pequeña talla plateada de la Virgen de Covadonga que asomaba en una balda en la pared, entre dos espejos. Él había llegado al país, me contó, con pocos meses, y unos años atrás había visitado su región de origen. Me ofreció sentarme en una de las dos sillas y me preguntó qué quería mientras colocaba los bártulos. Me puso en la cara una toalla húmeda y caliente, y luego deslizó la navaja por mi cuello como un trineo, trazando líneas largas y precisas sobre la nieve de jabón.
Al salir supe que ya tenía barbería y me fui a comer una pizza. Llegué a casa, llamé a Diana y se lo conté, feliz, pero no pareció interesarle mucho. Por entonces hablábamos poco: no le había hecho mucha gracia que aceptase tan rápido la propuesta de traslado de mi empresa, y cuando insinué un par de veces que deberíamos hacer planes para juntarnos donde fuera -en Argentina o en cualquier otro sitio- y quizás pensar en casarnos, me despachó con un par de bromas amables. Tenía, supongo, otras cosas en la cabeza.
Empecé a ir una vez por semana, dos si estaba aburrido. No era difícil encontrar sitio porque a Julián lo visitaba poca gente. Solía cruzarme con un par abogados en trajes de franela, un catedrático de neuropsiquiatría, un locutor de radio, un piloto retirado de Aerolíneas Argentinas. Creo que nunca encontré a nadie más joven que yo. El otro sillón, me contaron, lo había dejado huérfana un italiano que no había encontrado sustituto al jubilarse; todavía se pasaba de vez en cuando para charlar.
-Esto ya no es negocio -se quejaba Julián-, a ver lo que resistimos. Me salva que tengo el local en propiedad.
Lo animé a anunciarse en Instagram, a buscar una clientela más joven, pero no pareció muy entusiasmado. El jabón, me explicó como para cambiar de tema, lo importaba desde Portugal. Era denso, olía a almendra y formaba una nieve espesa debajo de la brocha. La loción era una bofetada de mentol y madera.
Al principio nuestras conversaciones trataban de temas más bien impersonales: quejas sobre las pequeñas incomodidades de la ciudad, chistes de peronchos y gorilas –nunca me desveló sus opiniones políticas: era tan lenguaraz como críptico-, fútbol, mucho fútbol… Tenía anécdotas jugosas sobre muchos personajes a los que había atendido en su sillón, políticos, periodistas o músicos, algún escritor. Tardamos un tiempo en hablar de asuntos más personales. Le expliqué mi trabajo, lo escandalicé al decirle lo que pagaba por mi alquiler en San Telmo, le conté a qué se dedicaban mis padres. El día que me dejó Diana llegué justo a la hora del cierre y, cuando le conté la historia sin muchos detalles, se esforzó por ser especialmente simpático.
Poco a poco, también él fue contándome más de su vida. Me hablaba, sobre todo, de su nieta Olivia, que vivía con él y con su mujer. Era un poco más joven que yo, había estudiado periodismo y estaba haciendo un máster. Era muy guapa, según decía. Nunca me dio detalles de por qué la habían criado sus abuelos, pero deduje que la madre había muerto y que por el padre no tenían mucha estima.
-La clave de un afeitado prolijo –Julián decía constantemente la palabra prolijo, por cierto, que allí significa algo muy diferente que en España: cuidadoso, esmerado, limpio- es la humectación, pibe.
Pasaron los meses y los rasurados y un día me di cuenta de que su interés por hablarme de su nieta desbordaba con mucho la admiración normal de un abuelo. Me la metía por los oídos, ponderaba sus virtudes, insinuaba que haríamos una buena pareja. No tardó en decirme que debería conocerla, llevarla a tomar algo un día, y no me negué en redondo, pero le di largas. Me la enseñó en un par de fotos: ojos grandes, melena rubia, un aire distraído y relajado.
Cuando llegó el verano porteño, que es largo y pegajoso, vi asomar en el antebrazo de mi barbero el tatuaje desleído de un ancla. Para entonces se había convertido en un personaje importante en mi vida. Yo tenía algunos amigos en la ciudad, claro, pero más bien superficiales, y con pocos hablaba tanto como con Julián. Con el calor, por cierto, cambiaba la loción por una más cítrica.
-¿Qué hacés en Navidad?
Había tormenta en la empresa y era implanteable pedir vacaciones. Pocos días antes le había dicho a mi madre que tenía que quedarme, que nos veríamos en enero, febrero como mucho, y se lo había tomado bien. Tampoco me moría de ganas de volver a Madrid, después de lo de Diana. Le dije a Julián que no tenía planes.
-Venite a casa, che, te invito, no te podés quedar solo en una noche como esa. Seremos mi mujer, mi nieta y tú, y así por fin se conocen.
Tardé un par de días en decirle que sí. No tenía nada mejor que hacer; no estaba en mi mejor momento y la idea de una cena hogareña no me parecía del todo desagradable, y ni siquiera me incomodaba lo de conocer, por fin, a la nieta. Me imaginaba una casa anticuada y acogedora, con muebles de madera y un árbol cargado de espumillón.
-¿Seguro que no seré una molestia?
Desde entonces, nuestras charlas en el sillón se convirtieron en un constante anticipo de aquella cena navideña. Mientras desplegaba la liturgia del afeitado, me hablaba del menú, a caballo entre lo español y lo argentino, y de los licores, y de la decoración que estaba preparando su esposa, y de los villancicos que cantaríamos juntos al final. Yo no compartía al principio su entusiasmo, pero poco a poco me lo fue contagiando.
Cómo me gustaría que esta historia tratara de eso, de la nochebuena en casa de Julián, y que hubiera sidra y vitel toné y espumillón, y que el cuento acabara con una historia de amor con Olivia.
Pero de todo eso no hubo nada, y no llegué a conocer ni la casa ni a la nieta. A Julián lo atropelló una camioneta el 17 de diciembre, cuando salía de su casa para ir al trabajo, y le rompió la caja torácica. Sobrevivió, mal que bien, cuatro días en el hospital. Fui a verlo una tarde al salir de la oficina. Al llegar me crucé con el piloto jubilado.
-Está muy mal, el pobre Julián. No hay nada que hacer.
Supe que lo enterraron el 23, pero no me atreví a ir al funeral. Podría contar qué hice esa nochebuena, pero esa sería otra historia, y esta es precisamente la de Julián y la de la cena que no pudo ser. De todos modos, no hice nada interesante y fue, os podéis imaginar, bastante triste.
A finales de enero deserté de Buenos Aires: ya no estaba cómodo allí, si es que alguna vez había llegado a estarlo. No sé por qué me acuerdo tanto de Julián, si apenas lo conocí unos meses. El caso es que muchas veces, sobre todo en estas fechas, me sorprendo pensando en él, y me imagino cómo habría sido mi vida con Olivia, y a veces hasta me parece reconocer, bajándose del metro o saliendo de una tienda de ropa, a aquella nieta rubia a la que solo vi en un par de fotos.
A mi barbero de ahora le hace mucha gracia que le pida un afeitado bien prolijo, porque le parece una palabra extraña y sin mucho sentido. Pero ya se irá acostumbrando.