Empezó el 23 de octubre de 1956 y apenas duró doce días. Aquella revolución contra la dominación soviética —que no sería exagerado calificar de colonial a la vista de sus condiciones de explotación económica— terminó aplastada por los carros de combate enviados por Moscú.
El último episodio del ciclo de protestas, que habían comenzado en el verano de aquel año en Polonia, terminaba, así, con una intervención militar en Hungría que serviría de advertencia para todos los países del bloque comunista. Los Estados Unidos y sus aliados occidentales se limitaron a protestar. Todo esto ya se lo contamos el mes pasado.
Lo que vino luego
Los soviéticos tenían un nuevo hombre fuerte a quien poner en el gobierno húngaro: János Kádár (1912-1989). Nacido en Fiume y comunista desde antes de la II Guerra Mundial, había conocido la persecución bajo el régimen del almirante Horthy. Huido a Moscú, regresó a Hungría para unirse a la resistencia. Terminó encarcelado. Lo liberaron los soviéticos en 1944. Entre 1948 y 1950 sirvió como ministro del Interior en el gobierno de Rákosi. No dimitió por cuestiones de conciencia, sino que cayó en desgracia por una intriga palaciega del propio Rákosi, que lo acusó de ser un agente fascista por sus vínculos con el disidente László Rajk (1909-1949). Conviene precisar que todos ellos eran comunistas, es decir, ninguno era, en rigor, ni demócrata ni mucho menos liberal. Lo que los separaba era, más bien, la sumisión de Rákosi a Moscú y su entusiasmo en ser el alumno aventajado de Stalin en la represión de su propio pueblo.
La muerte de Stalin dio a Kádár la oportunidad de salir de prisión rehabilitado. El 25 de octubre, en plena efervescencia revolucionaria, fue nombrado secretario general del Partido Socialista Obrero Húngaro, que era el nombre oficial del partido comunista. No tardó ni una semana en traicionar a los revolucionarios. El 1 de noviembre huyó a Moscú. En la capital de la URSS, accedió a colaborar con los soviéticos en sofocar la revolución, que la propaganda comunista presentaba como una contrarrevolución fascista, y reinstaurar el dominio soviético sobre Hungría. Conviene insistir en que los revolucionarios de 1956 eran, en primer lugar, patriotas húngaros y entre ellos había numerosos socialistas y comunistas. No todos los comunistas aceptaban la sumisión a Moscú al igual que no todos se habían sometido a Stalin. Los numerosos matices que Ferenc Fejtő señala en los dos volúmenes de su “Historia de las democracias populares” (Martínez Roca, 1971) cobran enorme importancia. Sería una simplificación pintar a los revolucionarios como a demócratas liberales del siglo XXI. Había, entre ellos, liberales, conservadores, nostálgicos de Horthy y, como se ha dicho, socialistas y comunistas. Era un movimiento transversal unido, sobre todo, por el patriotismo y la indignación frente a la injerencia soviética.
La represión generalizada
Kádár se empeñó a fondo en acabar con los revolucionarios. En este sentido, le resultó de extrema utilidad su experiencia como ministro del Interior. Contaba para esta terrible tarea con todo el poder militar soviético y con los comunistas leales a Moscú, que durante doce días habían visto amenazada su posición social y política.
En primer lugar, los carros de combate arrasaron Budapest. Cañonearon edificios hasta reducirlos a escombros. El bombardeo duró dos días. Cuando el 7 de noviembre la gente empezó a salir a la calle, las imágenes recordaban los combates de 1944. Ese mismo día llegó Kádár a la ciudad. Sólo salieron a recibirlo soldados del Ejército Rojo.
Los primeros días trató de parecer conciliador. Dijo que las tropas soviéticas se marcharían cuando el orden se hubiese restaurado. Por supuesto, mentía. Pál Maléter y otros líderes dieron con sus huesos en prisión. Maléter le espetó, en perfecto ruso, a un soldado rojo que lo maltrató: «Tenga cuidado. Es el ministro de Defensa de un país socialista a quien usted tiene el honor de empujar a esta celda». Hay que reconocerle al oficial húngaro un coraje formidable. Imre Nagy se había refugiado en la embajada de Yugoslavia. Le hicieron creer que podía salir con garantías de no ser detenido y, naturalmente, lo arrestaron en cuanto puso un pie en la calle. A él, a Maléter y a otros líderes los ahorcaron el 16 de junio de 1958. El cardenal Mindszenty salvó la vida porque se refugió en la embajada de los Estados Unidos. Se pasó asilado en la legación quince años. Sólo pudo salir en 1971 para exiliarse en Austria.
La invasión soviética produjo una oleada de exiliados. Abandonaron el país más de ciento ochenta mil húngaros; en general, los mejor educados, los que hablaban idiomas, los que tenían más posibilidades de encontrar trabajo en el extranjero. El gobierno de Kádár les facilitó la salida con la idea de librarse de potenciales revolucionarios. La frontera con Austria, durante unos días, se volvió permeable. No deja de ser un poco irónico que esta misma frontera, en 1989, fuese el lugar escogido para el pícnic paneuropeo. Al cabo de pocas semanas, en el invierno de 1956, la frontera volvió a cerrarse y ya no se abrió más. Hungría volvía a ser una inmensa prisión.
Hubo decenas de miles de detenciones. Proliferaron los juicios-farsa. Al igual que sucedió a los líderes revolucionarios, más de 26.000 húngaros tuvieron que pasar por unos juzgados en los que apenas tenían posibilidades de ser absueltos. A 22.000 aproximadamente los condenaron. Hubo unas trescientas ejecuciones de pena de muerte. Por supuesto, se truncó la evolución hacia el multipartidismo y se suspendieron las elecciones que los revolucionarios habían anunciado.
La represión se ensañó, especialmente, con algunos grupos. Mª Dolores Ferrero Blanco, autora de La Revolución Húngara de 1956 (Servicio de publicaciones de la Universidad de Huelva, 2002), identifica a los más representativos: los jóvenes trabajadores urbanos (los llamados “irapi tanulok”), los miembros de los “consejos de trabajadores”, la oposición interna dentro del partido comunista antes de 1956, los intelectuales e incluso menores de edad participantes en las protestas. En particular, la persecución de escritores, filósofos y poetas como Istvan Lakatos (1927-2002), que sufrió uno de los juicios políticos más célebres. Fueron frecuentes las penas de cadena perpetua, así como las superiores a 10 años de prisión a profesores, periodistas y, en general, miembros de la “inteligencia”.
El regreso de la libertad
Con el paso de los años, Kádár tuvo que ir haciendo reformas que suavizaron la situación económica y social de los húngaros, pero nunca hubo libertad. Los represaliados de 1956 tuvieron que esperar hasta 1989 para que se les hiciese justicia. Kádár murió en julio de ese año. Diez días después, el gobierno del reformista Miklós Németh rehabilitó a los líderes de la Revolución de 1956. El 23 de octubre de aquel año, una fecha cargada de simbolismo, la República Popular de Hungría tocaría a su fin. Desde el mismo balcón del Parlamento desde el que, 33 años antes, Imre Nagy había pedido ayuda a sus compatriotas congregados frente a la asamblea, el presidente de la cámara y jefe del Estado en funciones, Mátyás Szűrös, dio la bienvenida a la democracia con estas palabras: «Larga vida a la República de Hungría y paz para Hungría y el mundo entero».
La libertad había llegado, por fin, a Hungría.