Ya se lo dijo Benedicto XVI al embajador de Hungría ante la Santa Sede en 2010: “La fe católica, sin duda, forma parte de los pilares fundamentales de la historia de Hungría”. Aquí ya contamos cómo entraron los magiares en la historia, al galope por los Cárpatos hasta el corazón de Europa. Sin embargo, la entrada en la gran civilización del Occidente cristiano se produce en el año 1000, cuando el rey San Esteban recibe la corona del Papa Silvestre II. Los magiares habían tenido grandes jefes y reyes poderosos, pero éste era diferente: le mostraba a su pueblo, con su ejemplo, el camino a la vida eterna. No era poca cosa.
Desde entonces, Hungría ha sido un territorio fundamental en la historia de Occidente. Los húngaros han dado a la Iglesia santos y mártires desde la Edad Media hasta nuestros días. Por supuesto, podríamos remontarnos a tiempos del Imperio Romano y recordar que, en estas tierras de Hungría, vieron la luz San Quirino de Siscina, mártir, y San Martín de Tours, evangelizador de la Galia, pero los pasaremos por alto porque aún no eran húngaros. Sí lo fueron, en cambio, San Emerico, el hijo menor de San Esteban y su esposa, la beata reina Gisela, y los mártires del siglo XI San Gerardo de Csanád, San Bőd y San Bystrík de Nitra. Además de San Esteban, hubo otro rey santo: Ladislao, por cuya muerte se guardaron tres años de luto en el reino. Santa Isabel de Hungría, princesa y terciaria franciscana, enviudó joven y dedicó su vida a los pobres. La devoción por ella se extendió rápidamente por toda Europa Central y Occidental. Hoy es la patrona de Bogotá. También es santa su sobrina, la princesa Margarita, educada con los dominicos de Veszprem y asceta. Podría seguir la lista con Santa Kinga de Polonia, que era húngara, o san Esteban Pongracz, jesuita y mártir, y unos cuantos más, pero querría hablarles de la edad contemporánea.
En efecto, el siglo XX, nuestro siglo, vio cómo Hungría se ganaba otro puesto de honor en la historia resistiendo al comunismo y alzándose contra él. Durante los años terribles de Mátyás Rákosi, la figura del cardenal József Mindszenty, arzobispo de Esztergom y Primado de Hungría, fue para muchos un símbolo de la firmeza en la defensa de la fe y la patria frente a los comunistas. Apresado por los nazis y detenido, torturado, sometido a un juicio farsa y encerrado por los comunistas, el cardenal representó el seguimiento inquebrantable de Cristo aun a riesgo de la propia vida. En sus “Memorias”, publicadas en España en editorial Palabra, Mindszenty describe “El calvario del catolicismo húngaro” e identifica, como “el golpe más grave asestado a al Iglesia, aún antes de mi detención” la nacionalización de las escuelas católicas. Añade que “esta medida tenía como objetivo alejar mejor a la juventud de la religión”. Los comunistas sabían que todo sistema totalitario tiene que controlar, directa o indirectamente, la educación.
Casi cinco décadas después de la muerte del cardenal, es reconfortante ver que la fe no ha desaparecido de Hungría. La visita del Papa entre el 28 y el 30 de abril de este año ha brindado la ocasión de recordar la importancia de las raíces cristianas de Hungría. El propio día 28, el Santo Padre recordó al primado: «Quisiera recordar al cardenal Mindszenty, que creía en el poder de la oración, hasta el punto de que aún hoy, casi como un dicho popular, se repite aquí: “Si hay un millón de húngaros rezando, no temeré al futuro”». Tampoco faltó una referencia a Santa Isabel de Hungría, “a quien este pueblo profesa gran devoción y afecto. Al llegar esta mañana, vi en la plaza su estatua, con la base que la representa mientras recibe el cordón de la orden franciscana y, al mismo tiempo, ofrece agua para saciar la sed de un pobre”.
A propósito del agua, dos grandes ríos bañan la Hungría histórica: el rubio Tisza y el viejo Danubio. En Transdanubia, cerca de Győr, se alza la abadía de Pannonhalma. En este viaje, el Sumo Pontífice no la ha visitado, pero esto brinda un motivo más para regresar a estas tierras como hizo Juan Pablo II cuando acudió a ella en 1996 con ocasión del milenio de su fundación. A los pocos días, el Papa polaco dijo que “celebrar su milenario ha significado en cierto sentido, recordar y volver a proponer los fundamentos espirituales y culturales de Europa, a cuya consolidación la tradición benedictina ha contribuido de forma eficaz […] La antigua abadía, fundada a fines del primer milenio, es testigo de la época en que los cristianos de Oriente y Occidente se hallaban aún en comunión plena”.
Hungría es una encrucijada entre Oriente y Occidente. Aquí palpita el mismo corazón de Europa, que ha dado al mundo sus horas más luminosas. Aquel día de 2010, cuando Benedicto XVI recibía las credenciales del embajador de Hungría, terminó sus palabras diciendo: “Que María santísima, la Magna Domina Hungarorum, extienda su mano protectora sobre su país.”. No se necesita añadir nada más para terminar esta columna.